El jardín prestado
Se
aplana el horizonte, se aquieta la mente. Desde que llegué al pueblo
mis sentidos necesitan, poco a poco, de mucho menos para encenderse,
pero es con grandes estruendos, como un motor que nadie acciona desde
hace tiempo. En medio de la segunda noche, por ejemplo, me despertó
el silencio: era tan absoluto que sentí que me podía hundir en él,
un cráter negro del que me separaba un único paso en falso, ¿pero
cuál?
En
este jardín prestado de pueblo prestado tengo la impresión de que
todo es signo mayor, incluso el quiebre de una rama seca. La última
imagen que conservo antes de la pandemia es la de un señor gigante y
hermoso con una trampa para lauchas cortando un pedacito de queso con
sus manos de bestia y clavándolo justo en el centro del pequeño
mecanismo, un mecanismo tan austero y simple que no se le podría
tener confianza sino apenas fe. El gigante se pasea por mi cine
mental; está agachándose en la cocina, lo veo de rodillas cuando
deja la trampa bajo la mesada. Después, y todavía desde el suelo,
me sonríe como deben sonreír los dioses. Sé que en ese momento
sentí un gran amor y no supe por quién, pero así y todo me cuesta
creer que haya sido la última escena significativa antes del
encierro. ¿Por qué vuelve a mí en estos días? ¿Qué cosa rige
los algoritmos de mi cabeza?
Durante
los primeros meses intenté conducir mis entusiasmos y me inscribí
en distintos cursos. En uno de ellos me enseñaron que, a simple
vista, todas las estrellas que titilan en el cielo quedan
prácticamente en un mismo plano. Que desde nuestra posición y sin
el auxilio de ciertos artilugios no distinguimos bien, entre las que
vemos, cuál está más lejos, cuál está más cerca. También me
explicaron que el cielo es un concepto, que el cielo no existe. Con
los recuerdos, de algún modo, ocurre igual: extraemos de nuestras
canteras —a veces también con auxilio— un puñado y quedamos con
esos, salvo que alguna cosa provoque nuevas erupciones. De repente
toda la infancia es una única vuelta en calesita, la tarde en que
nos reventamos la rodilla en la vereda y vimos por primera vez
nuestra propia sangre, un recreo infinito en el mismo patio escolar,
la sensación de tomar agua del vaso telescópico el día que se nos
cayó un diente de leche.
Leo
al pasar que los cerebros no son para pensar. Que están ahí no para
que tironeemos de ellos como de un hueso que no entrega nuestro
perro, sino para mantenernos a flote, vivos. Para avisarnos de un
millón de maneras diferentes que necesitamos tomar agua, dormir,
caminar. Pasan los días en el pueblo y mi oído queda ahuecado, como
una palta sin carozo. Después de que cae el sol, mientras riego,
puedo identificar la pequeña música de las hortensias agradecidas,
el limonero enfermo. Así también el vuelo intempestivo de un
colibrí me puede partir el corazón al medio; mi boca se abre como
una granada y no soporto lo que veo, la ruta frenética y majestuosa,
impredecible, que dibuja. Quiero ser el colibrí, quiero ser la flor,
el camino que hace hasta tocarla. El hueso, me pregunto, ¿para qué
el hueso, y por qué como si no fuese un peligro?
En
el jardín prestado aprendo a quedarme quieta, consciente de que
alcanzará con volver a la ciudad para que lo olvide. Los horneros a
mi alrededor ya no interrumpen sus caminatas, que yo confundía con
saltos. Día tras día observo las contorsiones de un falso banano
que, estimulado por mis atenciones diarias, se va sacando hojas
nuevas en una esquina. Miro cómo se retuerce, cómo se esfuerza en
guardar su secreto de la luz, y pienso que la poesía es eso: proezas
antes de ocultamiento que de revelación. Aprendo a no interrumpir el
sacrilegio de las tortugas en el cantero, comiéndose las flores. Son
las mismas flores que vi crecer directo de la arena hace muchos años,
en un jardín salado en el que nada aceptaba crecer. Descubro que
también una tortuga puede impacientarse, que una planta puede sentir
vergüenzas, que las alquimias que se completan en lo oscuro de un
jardín son las que lo apuntalan.
Nada
de esto me pertenece y es un alivio, que es el modo en que comienzan
las desesperaciones nuevas. El cielo regurgita y al sol le sigue la
tormenta. ¿Por qué nos burlamos de los principios milenarios todo
este tiempo, con todas esas estrellas apelmazadas emitiendo sus
señales sin que nadie sea capaz de levantar la vista?
“La
separación entre la melancolía y la dicha no es más ancha que el
filo de un cuchillo”, subrayo. Después abandono el libro, me
desentiendo. Varias veces escuché decir que los peces tienen memoria
corta y que por eso no sufren en la pecera. No dedico demasiado
tiempo a contrastarlo, mejor decir nada. Quizás era una de esas
frases que se les dicen a los chicos para que no sufran, como si una
cosa así fuera posible. Se supone que al tercer minuto los peces lo
olvidan todo y retoman su vehemencia exploratoria, su desembarco. No
alcanzan a angustiarse por el vidrio ni a ensayar hipótesis que ya
lo están viendo todo de cero otra vez, bailando entre burbujas
artificiales. Las preguntas son las de siempre, pero no retenemos
ninguna respuesta. Quizás esa sea nuestra manera de mantenernos con
vida, el modo en que nuestro cerebro suelta el hueso para encargarse
de cosas más importantes.
Una
vez, el poeta David Wapner compartió una experiencia de taller con
niñas y niños. Si no recuerdo mal, habían estado trabajando con
masilla y uno de los asistentes, de unos siete años de edad, había
logrado armar las piernas de su monigote valiéndose de la figura del
arco. “¡El niño acaba de inventar el puente!”, escribió.
Wapner tenía razón, pero además de tener razón tenía la
sensibilidad suficiente como para verlo y valorarlo, la grandeza de
felicitar al niño por inaugurar en pleno siglo XXI la era del arco.
Con el invento de ese niño cruzamos ríos, montañas, visitamos
islas, caminamos sobre aguas en la que los peces olvidan una y otra
vez la dirección de las corrientes que combaten.
Leo
en otro libro que durante décadas debatieron acerca de la
pertinencia o no del ombligo de Adán en las pinturas. Imagino a
Miguel Ángel con el pincel en la mano, su cavilación. El mundo
comenzó otra vez ese día, y hubo otros comienzos traídos del
polvo. Mientras tanto el colibrí ya dejó en paz a la estrelicia y
se convirtió en una fantasmagoría, algo que pudo o no haber
ocurrido. Descarto este libro también. Queda en la cocina, junto a
la ventana. Afuera está el día y yo estoy adentro, royendo. Todos
los libros comienzan a parecerse entre sí, también los que escribo,
los que me propuse terminar.
El
tiempo reposa.
Yo
me levanto.
Una
noche veo un bichito de luz. Aquí sí que comienza algo, me digo.
Hace demasiado tiempo que no veía uno y recuerdo, entre todo lo que
no recuerdo, la primera vez que escribí a este insecto. Lo recuerdo,
precisamente, porque lo escribí. ¿Escribir es un modo de aprender
de cero, de esconderse mejor, de pelar un hueso? En ese entonces era
otra. Deseaba otras cosas, temía a otras cosas. Un vidrio se
estiraba frente a mis ojos y yo lo golpeaba una y otra vez, como una
mosca sucia e inocente. ¿Cambia el signo, se quiebra una rama? ¿En
un lugar al que ya no puedo volver —porque no se puede volver nunca
a ninguna parte— el hombre con manos de bestia sonríe todavía
frente a su trampa perfecta? ¿Ya pasaron tres minutos?
O jardim emprestado
Aplana-se o horizonte, aquieta-se a mente. Desde que cheguei, os
meus sentidos precisam, pouco a pouco, de muito menos para se
ligarem, mas com grandes estrondos, como um motor que ninguém ligou
durante muito tempo. A meio da segunda noite, por exemplo,
despertou-me o silêncio: era tão absoluto que senti que podia
afundar-me nele, uma cratera negra da qual me separava um único
passo em falso, mas qual?
Neste
jardim emprestado do sítio,
tenho a impressão de que tudo é sinal maior, inclusive o
quebrar de um
ramo seco. A última imagem que conservo antes da pandemia é a de um
senhor gigante e bonito
com uma armadilha para ratos
cortando um pedaço de queijo com suas mãos de besta e cravando-o
bem no centro do pequeno mecanismo, um mecanismo tão austero e
simples no
qual
não se podia ter
confiança, apenas fé. O gigante passeia-se pelo meu cinema mental;
está agachado na cozinha, vejo-o de joelhos quando deixa a armadilha
debaixo da banca. Depois, e ainda no
chão, sorri para mim como
devem sorrir os deuses. Sei que naquele momento senti um grande amor
sem saber
por quem, mas ainda assim é difícil acreditar que foi a última
cena significativa antes do confinamento.
Por que regressa
a mim nestes dias? O que
coisa rege os algoritmos de minha cabeça?
Durante
os primeiros meses tentei canalizar
os meus
entusiasmos e inscrevi-me
em diferentes cursos. Num deles ensinaram-me que, a olho nu, todas as
estrelas que cintilam no céu ficam praticamente no mesmo plano. Que
da nossa posição e sem o auxílio de certos artefactos
não distinguimos bem, entre as que vemos, qual a
que está mais longe, qual a
que está mais perto. Também me explicaram
que o céu é um conceito, que o céu não existe. Com as
recordações, de algum modo, acontece o mesmo: extraímos das nossas
pedreiras, às vezes também com ajuda,
um punhado e ficamos com elas,
exceto se alguma
coisa provocar
novas erupções. De repente toda a infância é uma única volta de
carrossel, a
tarde em que esfolamos
o joelho na calçada e vimos pela primeira vez o
nosso próprio sangue, um recreio infinito
no mesmo pátio escolar, a sensação de beber
água do copo telescópico no dia que nos caiu um dente de leite.
Leio
em diagonal que
os cérebros não são para pensar. Que estão lá não para que os
puxemos como a
um osso que não entrega o nosso cão, mas para nos manter a flutuar,
vivos. Para nos avisar de um milhão de maneiras diferentes que
precisamos de beber
água, dormir, caminhar. Passam os dias no
sítio e os
meus ouvidos
ficam ocos,
como abacates sem
caroço. Depois do
por do sol,
enquanto rego,
posso identificar a pequena música das hortênsias gratas, o
limoeiro doente. Assim também o voo
intempestivo de um colibri
pode partir-me o
coração ao meio; a minha
boca abre-se como
uma romã e não
suporto o que vejo, a rota frenética e majestosa, imprevisível, que
desenha. Quero ser o colibri,
quero ser a flor, o caminho que faz até a
tocar.
O osso, pergunto-me, para quê
o osso, e porquê como se não fosse um perigo?
No
jardim emprestado aprendo a ficar quieta, consciente de que perceberá
quando voltar à cidade para o esquecer.
As mariquitas
à minha volta já não interrompem as
suas caminhadas, que eu confundia com
saltos. Dia após dia observo as contorções de uma
falsa verga
que, estimulada
por minhas atenções diárias, vai arrancando
folhas novas numa
esquina. Vejo como se contorce, como se esforça por
guardar o seu
segredo da luz, e penso que a poesia é isso: proezas mais
de ocultação
que de revelação. Aprendo a não interromper o sacrilégio das
tartarugas no canteiro, comendo as flores. São as mesmas flores que
vi crescer diretamente
da areia há muitos anos, num jardim salgado onde nada aceitava
crescer. Descubro que também uma tartaruga se
pode impacientar, que uma planta pode
sentir vergonha, que as alquimias que se completam no escuro de um
jardim são as que o sustentam.
Nada
disto me pertence e é um alívio, que é o modo como começam os
desesperos novos.
O céu regurgita e ao sol segue-lhe
a tormenta. Por que mofamos
dos princípios milenares todo este tempo, com todas essas estrelas
amassadas
emitindo os seus
sinais sem que ninguém seja capaz de levantar a vista?
"A
separação entre a melancolia e a felicidade não é mais larga que
o fio de uma faca", sublinho. Depois abandono o livro,
desapego-me. Várias vezes ouvi dizer que
os peixes têm memória curta e que por isso não sofrem no aquário.
Não passo muito tempo a verificar isso, é melhor não dizer nada.
Talvez fosse uma daquelas frases que se diz às crianças para que
não sofram, como se algo assim fosse possível. Supõe-se que ao
terceiro minuto os peixes esquecem tudo e retomam sua veemência
exploratória, seu poiso. Não chegam a angustiar-se com o vidro nem
a ensaiar hipóteses que já estão a ver tudo a partir do zero outra
vez, dançando entre bolhas artificiais. As perguntas são as de
sempre, mas não retemos nenhuma resposta. Talvez seja a nossa
maneira de nos
mantermos vivos, a forma como o nosso cérebro solta o osso para
lidar com coisas mais importantes
Uma
vez, o poeta
David Wapner partilhou uma experiência de atelier
com meninas e meninos. Se bem me lembro, tinham trabalhado com massa
e um dos assistentes, com cerca de sete anos de idade, tinha
conseguido montar as pernas do seu boneco, usando a figura do arco."O
menino acaba de inventar a ponte!" escreveu. Wapner tinha razão,
mas além de ter razão tinha a sensibilidade suficiente para o
ver
e o valorizar,
a grandeza de felicitar a criança por inaugurar em pleno século XXI
a era do arco. Com a invenção dessa criança atravessamos
rios, montanhas, visitamos ilhas, caminhamos sobre águas em que os
peixes esquecem uma e outra vez a direção das correntes que
combatem.
Li
noutro livro que
durante décadas debateram sobre a pertinência ou não do umbigo de
Adão nas pinturas. Imagino Miguel
Ângelo com o
pincel na mão, a sua
congeminação. O
mundo começou outra vez nesse
dia, e houve outros começos trazidos do pó. Entretanto
o colibri já
deixou em paz a estrelícia
e converteu-se
numa
fantasmagoria, algo que pode
ou não ter ocorrido. Também estou a descartar este livro. Quieta
na cozinha, junto à janela. Lá fora
está o dia e eu estou dentro, roendo. Todos os livros começam a
serem parecidos uns aos outros,
também os que escrevo, os que me propus terminar.
O
tempo repousa.
Eu
levanto-me.
Uma
noite vejo um bichinho de luz. Aqui sim, começa algo, digo-me.
Há muito tempo
que não via um e lembro, entre tudo o que não lembro,
a primeira vez que escrevi a este inseto. Escrever é uma maneira de
aprender do zero, de se esconder melhor, de descascar um osso? Na
altura era outra.
Desejava outras coisas, temia outras coisas. Um vidro estirava-se
diante dos
meus olhos e eu batia-lhe
uma e outra vez, como uma mosca suja e inocente. Muda o sinal, um
galho quebra? Num lugar aonde
já não posso voltar, porque nunca mais se pode voltar a lado
nenhum, o homem com mãos de besta sorri ainda diante da sua
armadilha perfeita? Já passaram três minutos?
Enxoval
Para os meus quarenta filhos quarenta
enxovais
canastas cheias de ortigas
e visco,
pérolas envoltas em folhas de parra.
O laço com que se enforcam
os pássaros num lugar escuro.
Um chocalho de prata.
Uma lembrança de quando fui jovem e
inteira, puro talo
e nada em meu corpo se articulava com
outro
e sozinha vinha e sozinha ia e sozinha
respondia
a nenhuma pergunta.
Mas não tenho para dar de mamar a quarenta
não tenho mais que um coração tolhido e
mostrengo
um coração pessegueiro doente de podridão
morena
que ataca primeiro as flores e depois o
fruto
e depois, depois a árvore.
Que me cresço em cima de mim e por baixo
de mim e
dos meus ramos se balanceiam
quarenta filhos mortos
dos quais não pari nenhum.
Quarenta filhos todos de mim enteados