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25 maio 2013

layla martínez



Viento del norte

Cada vez que el viento del norte congelaba el agua de los pozos, la muchacha de labios morados acudía al bosque y daba a luz a un niño. Un niño diminuto como las crías de la comadreja o como las larvas que los santos colocan en los oídos de los hombres. La maleza recogía al niño y lo alimentaba con la leche blanquecina que manaba del interior de las plantas y con las alas transparentes de los insectos. Pero la leche que manaba de las plantas y las alas de los insectos eran amargas. Por eso los niños crecían con los huesos frágiles y los cabellos quebradizos. Por eso conocían la pureza, que es amarga como el sudor de los hermanos que duermen en el mismo lecho,

como el llanto de los adolescentes que mueren pisoteados por los ciervos

como las oraciones de los que rezan arrodillados delante del espejo mientras los ángeles flotan en la cocina

como los lamentos de las novicias cuando el mecánico ajusta sus paladares postizos o aprieta las correas de sus camisas de fuerza

como las súplicas de los mancos en estado de hipnosis cuyos dedos fueron devorados por las cenizas

como los cantos de los cordeleros de manos temblorosas que fabrican las sogas de los condenados.

Con el paso de los inviernos, los niños crecían acunados por la maleza. Nunca abandonaban el bosque, pues la maleza es engañosa como el calor de los invernaderos y celosa como los novios ciegos que abrillantan sus botines cuando cae la noche. Solo uno de ellos se atrevió a salir del bosque, pero el que conoce la pureza no puede pronunciar en voz alta los nombres de los árboles ni conoce las señales de la pestilencia. Al cabo de unos instantes, se encontró rodeado por un enjambre de moscas, a causa del cual perdió la razón durante tres años.


Vento do norte

Sempre que o vento do norte congelava a água dos poços, a rapariga de lábios de amora dirigia-se ao bosque e dava à luz uma criança. Uma criança pequena como as crias da doninha ou como as larvas que os santos colocam nos ouvidos dos homens. O mato recolhia a criança alimentando-o com o leite esbranquiçado que manava do interior das plantas e com as asas transparentes dos insectos. Mas quer o leite que manava das plantas quer as asas dos insectos eram amargos. Por isso as crianças cresciam com os ossos frágeis e os cabelos quebradiços. Por isso conheciam a pureza, que é amarga como o suor dos irmãos que dormem na mesma cama,  

como o pranto dos adolescentes que morrem espezinhados pelos cervos

como as orações dos que rezam ajoelhados diante do espelho enquanto os anjos vagueiam pela cozinha

como as súplicas dos mancos em estado de hipnose cujos dedos foram devorados pelas cinzas

como os cantos dos cordoeiros de mãos trementes que fabricam as cordas dos condenados.

Com o passar dos invernos, as crianças cresciam embalados pelo mato. Nunca abandonavam o bosque, pois o mato é enganador como o calor das estufas e ciumento como os noivos gregos que engraxam as suas botas quando cai a noite. Apenas uma das crianças ousou sair do bosque, mas aquele que conhece a pureza não consegue pronunciar os nomes das árvores nem conhece os sinais da pestilência. Ao fim de alguns instantes, a criança viu-se rodeada por um enxame de moscas, motivo que a levou a perder a razão durante três anos.