Mostrar mensagens com a etiqueta marina perezagua. Mostrar todas as mensagens
Mostrar mensagens com a etiqueta marina perezagua. Mostrar todas as mensagens

19 abril 2023

marina perezagua

 


IKEBANA


Cada semana me traía flores

que recogía de camino a casa,

ramas de azahares de los naranjos,

jazmines de las cercas del parque,

algún clavel de cualquier ventana vecina.

Yo las colocaba de una manera,

luego de otra que me parecía más estética,

hasta que quedaban, sin saber yo por qué,

en su justo lugar, como vivas otra vez.

Poco a poco me aficioné

al ancestral arreglo floral japonés:

Ikebana, la elección de flores, tallos y ramas

que se arreglan de acuerdo con el estado anímico,

con la estación del año,

con la alegría,

la nostalgia.

Solíamos madrugar para ir a coger pulpos,

yo esperaba suspendida bocabajo en la superficie,

oyendo mi respiración a través del tubo,

observando cómo él se acercaba al animal dormido,

hora temprana en la mar,

la cabeza reposada entre sus ocho patas,

él con un arpón en una mano, la linterna en la otra.

Me miraba por última vez antes de disparar,

tras el cristal acuático

parecía comunicarse desde un mundo más lógico.

Entonces disparaba entre los ojos del pulpo, justo ahí,

la piel de la presa, entre marrón y rosada, palidecía

de inmediato,

es el color desprevenido entre el sueño y la muerte.

Con un golpe de aletas bajaba un poco más,

una a una despegaba las ventosas de las rocas

y le veía subir con la captura en la mano,

los tentáculos desplegados por el empuje líquido del ascenso,

y me entregaba el pulpo como una enorme flor abierta,

ya del todo blanca.

Una vez me enfurecí,

una de esas veces

cuando se me encendía un bosque dentro,

en los pulmones, el páncreas,

todo en llamas, todo en rabia,

cogí el último pulpo que habíamos capturado,

salí de casa,

corrí a la calle y grité su nombre

para que viera con qué odio lo lanzaba

contra los adoquines.

Ahí tirado ya no parecía una flor, ni un pulpo,

sino un gran parásito agarrado

al abandono de un perro.

Sentí mucha pena, lo recogí del suelo,

volví con él a casa, lo lavé con mimo

y luego lo puse en un florero,

la cabeza en el fondo del agua,

los tentáculos desplegados fuera del cristal,

como exóticas flores colgantes

que coloqué de la forma que me pareció más serena.

Me senté a esperarle junto al jarrón:

miré esos ocho tallos blancos,

blanco es el color de las flores

que simbolizan el agua,

y que protegen contra los incendios dentro del hogar.




IQUEBANA


Todas as semanas me trazia flores

que apanhava a caminho de casa,

ramos de flores de laranjeira,

jasmim das cercas do parque,

um cravo de qualquer janela vizinha.

Eu dispunha-as de uma maneira,

depois de outra que me parecia mais estética,

até que ficavam, sem eu saber porquê,

no seu preciso lugar, como se estivessem vivas outra vez.

Pouco a pouco afeiçoei-me

ao ancestral arranjo floral japonês:

Iquebana, a escolha de flores, caules e ramos

que se organizam de acordo com o estado anímico,

com a estação do ano,

com a alegria,

a nostalgia.

Costumávamos madrugar para ir apanhar polvos,

eu esperava suspensa de cabeça para baixo na superfície,

ouvindo a minha respiração através do tubo,

observando como ele se aproximava do animal adormecido,

hora matutina no mar,

a cabeça repousada entre as oito pernas,

ele com um arpão numa mão, a lanterna na outra.

Olhava-me uma última vez antes de disparar,

atrás do vidro aquático

parecia comunicar-se a partir de um mundo mais lógico.

Então disparava entre os olhos do polvo, precisamente aí,

a pele da presa, entre castanho e rosa, empalidecia

de imediato,

é a cor desprevenida entre o sono e a morte.

Com um golpe de barbatanas baixava um pouco mais,

uma a uma descolava as ventosas das rochas

e via-o subir com a captura na mão,

os tentáculos deslocados pelo impulso líquido da subida,

e entregava-me o polvo como uma enorme flor aberta,

já totalmente branca.

Uma vez enfureci-me,

uma dessas vezes

em que uma floresta se acendia dentro de mim,

nos pulmões, no pâncreas,

tudo em chamas, tudo em raiva,

peguei no último polvo que tínhamos capturado,

saí de casa,

corri para a rua e gritei o seu nome

para que visse com que ódio o atirava

contra os paralelepípedos.

Ali deitado já não parecia uma flor, nem um polvo,

antes um grande parasita agarrado

ao abandono de um cão.

Senti muita pena, apanhei-o do chão,

voltei com ele para casa, lavei-o com carinho

e a swgyur coloquei-o num jarro,

a cabeça no fundo da água,

os tentáculos descolados fora do vidro,

como flores exóticas pendentes

que coloquei da forma que me pareceu mais serena.

Sentei-me à sua espera junto ao vaso:

olhei esses oito talos brancos,

branco é a cor das flores

que simbolizam a água,

e que protegem contra os incêndios dentro do lar.