“Mi vida en este punto es como un sedimento muy viejo en una taza de
café y preferiría morir joven dejando varias realizaciones… en vez de ir
borrando atropelladamente todas estas cosas delicadas…”.
Francesca Woodman (1958-1981)
El amanecer de Francesca Woodman
La noche había sido intensa. El humo, denso y
azul, aún hacía los contornos de las cosas borrosos. Ella estaba sentada en el
suelo, descalza, con un cigarrillo a punto de consumirse entre sus inmóviles
dedos. Por todas partes, desorden y algunos vasos llenos de alcohol hasta el
borde. Manchas en el parquet. Una cámara
de fotos. Papeles. “¿Qué había sido de los pájaros al amanecer?”. Se preguntaba
la joven con el corazón helado. “Ya no se oyen en esta parte de la ciudad,
maldita ciudad de plástico y metal”. Ella siente un escalofrío recorrer su
entumecido cuerpo, quisiera salir corriendo en busca de esos pájaros perdidos,
para traerlos de vuelta a su rincón.
La noche fue una alegre
tempestad. La gente había llegado con su ruido de besos largos, y se había ido
dejando un poso denso y hermético. El cigarro se consumió en los dedos de
Francesca, y ella ni se dio cuenta. Era una hora mala para darse cuenta de las
cosas, mucho mejor dejarse llevar por el humo.
Ella, en realidad, no quería estar en otro sitio. No podía imaginarse
lejos de su pequeño piso. Aquel era su espacio de creación, dónde intentaba
captar la esencia misma de la luz y la verdad de los cuerpos. Francesca suspiró
y encendió otro cigarrillo. Ella quería quedarse allí, quizás para siempre.
Tanto frío sintió que al final se levantó, lentamente, como una vieja
con huesos de cristal. Entonces recordó que el amor era una herida abierta de
par en par que ya no le pertenecía. Francesca quiso llorar, pero sus ojos
eran dos pesados ceniceros
preñados de colillas. Su boca pastosa le trajo a la memoria viejos besos
borrachos. Nudos de alquitrán sujetaban sus muñecas. Un día fue capaz de captar
la luz con sus manos, la belleza de lo irreal. Pero ella ya no sabía cómo
continuar con su trabajo. Ya no era capaz de captar la magia de los cuerpos
desnudos, ni la verdad de su propio rostro. ¿Qué haría si los pájaros la
abandonaban para siempre?
El frío, como si fuera su señor,
la había poseído. “¿A dónde iré, si ya
no puedo crear? Mi cabeza es un laberinto
lleno de enredaderas. Trepo por ellas, me subo por las paredes, arranco
el papel de flores, me lo como con desdén,
pero no soy capaz de encontrar la luz en esta habitación. Y el frío como
un puñal me arrebata las ideas. Una a una. La ventana es como una boca
desdentada y sucia que me insulta. Yo antes era… Francesca Woodman, y creaba bellos universos
borrosos y etéreos, como mi propia vida. ¿A dónde han ido? Tengo algo roto aquí
dentro, algo pesado que tira de mi hacia abajo. Pero sé que en el fondo no hay
nada. La inspiración ha salido volando por la ventana. Volando, lejos de mis
manos.”
Ella se mira reflejada en el
cristal, y toma una decisión. La que de una vez por todas la hará inmortal e
imperecedera. Como sus fotografías,
Francesca se desdibuja para decirnos algo. Sólo hay que escucharla con los ojos
bien abiertos. Entonces, de alguna manera comprenderemos porqué Francesca
Woodman dejó de ser para habitar en sus fotografías.
Allí, la luz es clara y los pájaros siempre cantan al
amanecer.
“A minha vida nesta altura é um sedimento muito velho numa chávena de
café e prefiro morrer jovem deixando várias realizações… em vez de ir apagando,
em atropela, toda esta delicadeza…”
Francesca Woodman (1958-1981)
O auroral de Francesca Woodman
A note fôra intensa. O fumo,
denso e azul, ainda jazia nos contornos das coisas veladas. Ela estava sentada
no chão, descalça, com um cigarro em vias de se apagar entre os seus imóveis
dedos. Por todo o lado, desordem e alguns copos cheios de álcool até à borda. Manchas
no parquet. Uma câmara de fotografia. Papéis. “Que acontecera aos pássaros no
auroral?”. Perguntava a jovem com o coração gelado. “Já não se ouvem nesta
parte da cidade, maldita cidade de plástico e metal”. Ela sente um arrepio no
seu intumescido corpo, quisera sair a correr em busca desses pássaros perdidos
para os trazer de volta ao seu ninho.
A noite foi uma alegre
tempestade. As pessoas tinham chegado com o seu barulho de beijos longos, e
tinham deixado uma borra densa e hermética. O cigarro consumiu-se nos dedos de
Francesca sem que ela reparasse. Não era boa altura para dar conta das coisas,
muito melhor deixar-se levar pelo fumo. Ela, na realidade, não queria estar
noutro sítio. Não conseguia imaginar-se longe do seu pequeno apartamento. Aquele
era o seu espaço de criação onde tentava captar a própria essência da luz e a
verdade dos corpos. Francesca suspirou e acendeu outro cigarro. Ela queria
ficar ali, talvez para sempre.
Tanto frio sentiu que por fim se
levantou, lentamente, como uma velha com ossos de vidro. Então lembrou-se que o
amor era uma ferida aberta de par em par que já lhe não pertencia. Francesca
quis chorar, mas os seus olhos eram dois pesados cinzeiros prenhes de beatas. A
sua boca pastosa trouxe-lhe à memória velhos beijos bêbados. Nós de alcatrão amarravam
os seus pulsos. Um dia conseguiu captar a luz com as suas mãos, a beleza do
irreal. Mas ela já não sabia como continuar o seu trabalho. Já não era capaz de
captar a magia dos corpos nus, nem a verdade do seu próprio rosto. Que fazer se
os pássaros a tinham abandonado para sempre?
O frio, como se fosse o seu patrão,
tinha-a possuído. “Para onde ir, se já não consigo criar? A minha cabeça é um
labirinto cheio de trepadeiras. Subo por elas, subo pelas paredes, arranco o
papel de flores da parede, como-o com desdém, mas não sou capaz de encontrar a
luz neste quarto. E o frio, como um punhal, arrebata-me as ideias. Uma a uma. A
janela é como uma boca desdentada e suja que me insulta. Eu antes era…
Francesca Woodman, e criava universos turvos e etéreos como a minha própria
vida. Para onde foram? Tenho algo estilhaçado aqui dentro, algo pesado que me
arrasta para baixo. Mas sei que no fundo não há nada. A imaginação saiu a voar
pela janela. A volar, longe das minhas mãos.”
Ela vê-se reflectida no cristal e
toma uma decisão. Aquela que de uma vez por todas a fará imortal e imperecível.
Como as suas fotografias, Francesca apaga o seu desenho para nos dizer algo. Só
há que escutá-la com os olhos bem abertos. Aí, de algum modo, compreenderemos
porque razão Francesca Woodman deixou de ser para habitar nas suas fotografias.
Ali, a luz está clara e os pássaros
cantam sempre o auroral.