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22 fevereiro 2023

gema santamaría

 

La casa en el kilómetro 14 y medio


Era una casa soberbia y silvestre.

Se mantenía caliente por dentro

como una taza honda, redonda y cerrada,

repleta de agua hervida.

Estaba rodeada de árboles de mango

y de pequeños murciélagos que se mantenían, glotones,

cerca de los árboles.

Había perras, siempre había perras.

Entrando y saliendo de las casas,

con las tetas viejas y húmedas,

con el sexo rojo atrayendo a los machos en cada luna.

Parían crías que luego se devoraban,

escondidas en la parte trasera de la casa,

donde crecía el pasto de forma salvaje,

donde un nido rabioso de órganos abandonados se entumecía.

Había un gato, aburrido y sucio,

que volvía siempre con la trompa habitada de algún roedor sanguinolento.

Lo recibían en casa con mimos y él nos dejaba

sus presas-ofrendas debajo de la mesa.

Siempre, a la hora del almuerzo.

Por las noches entraba viento,

un viento fresco que despeinaba las ramas hogareñas de los murciélagos,

solo entonces era la casa fresca.

Al sentir el viento salíamos de nuestras camas sudorosas

y subíamos descalzas a las hamacas

y nos mecíamos con un viento que soplaba, excitado, cada vez más fuerte.

Las perras lloraban.

Debajo de las mesas del patio, cogían y se mojaban,

se mordisqueaban unas a otras,

montaban la tierra y el pasto

rompían las macetas con la fuerza de su celo.

La luna era gorda y amarilla.

Estaba manchada.

Nos alumbraba como una luciérnaga esférica.

Mientras tanto, los zancudos untaban su baba en nuestras piernas y nos hinchaban

las pantorrillas. Su baba nos hervía por dentro.

Alborotadas, nuestra sangre

atraía a los pequeños murciélagos.

Era una casa soberbia y silvestre.

Y nosotras, no menos soberbias, no menos silvestres.




A casa ao quilómetro 14 e meio


Era uma casa soberba e silvestre.

Mantinha-se quente por dentro

como uma taça funda, redonda e fechada,

repleta de água fervida.

Estava rodeada de árvores de manga

e de pequenos morcegos que se mantinham, glutões,

ao pé das árvores.

Havia cadelas, havia sempre cadelas.

Entrando e saindo das casas,

com as tetas velhas e húmidas,

com o sexo vermelho atraindo os machos em cada lua.

Elas pariam crias que depois se devoravam,

escondidas nas traseiras da casa,

onde a erva crescia selvagem,

onde um ninho raivoso de órgãos abandonados ficava em dormência.

Havia um gato, chato e sujo,

que voltava sempre com a tromba habitada por algum roedor sanguinolento.

Recebiam-no em casa com mimos e ele deixava-nos

as suas presas-oferendas debaixo da mesa.

Sempre, à hora do almoço.

À noite, entrava o vento,

um vento fresco que despenteava os ramos domésticos dos morcegos,

só então estava a casa fresca.

Ao sentir o vento saíamos de nossas camas suadas

e subíamos descalças às redes

e balançávamos com um vento que soprava, excitado, cada vez mais forte.

As cadelas choravam.

Debaixo das mesas do pátio, pegavam-se e molhavam-se,

mordiscavam-se umas às outras,

montavam a terra e a pastagem

quebravam os vasos com a força do seu cio.

A lua era gorda e amarela.

Estava manchada.

Iluminava-nos como um pirilampo esférico.

No decurso, os mosquitos untavam as nossas pernas com a sua baba e inchavam-nos

as panturrilhas. A sua baba nos fervia-nos por dentro.

Em polvorosa, o nosso sangue

atraía os pequenos morcegos.

Era uma casa soberba e silvestre.

E nós, não menos soberbas, não menos silvestres.