Mostrar mensagens com a etiqueta valeria tentoni. Mostrar todas as mensagens
Mostrar mensagens com a etiqueta valeria tentoni. Mostrar todas as mensagens

15 novembro 2021

valeria tentoni

 

El jardín prestado

Se aplana el horizonte, se aquieta la mente. Desde que llegué al pueblo mis sentidos necesitan, poco a poco, de mucho menos para encenderse, pero es con grandes estruendos, como un motor que nadie acciona desde hace tiempo. En medio de la segunda noche, por ejemplo, me despertó el silencio: era tan absoluto que sentí que me podía hundir en él, un cráter negro del que me separaba un único paso en falso, ¿pero cuál?

En este jardín prestado de pueblo prestado tengo la impresión de que todo es signo mayor, incluso el quiebre de una rama seca. La última imagen que conservo antes de la pandemia es la de un señor gigante y hermoso con una trampa para lauchas cortando un pedacito de queso con sus manos de bestia y clavándolo justo en el centro del pequeño mecanismo, un mecanismo tan austero y simple que no se le podría tener confianza sino apenas fe. El gigante se pasea por mi cine mental; está agachándose en la cocina, lo veo de rodillas cuando deja la trampa bajo la mesada. Después, y todavía desde el suelo, me sonríe como deben sonreír los dioses. Sé que en ese momento sentí un gran amor y no supe por quién, pero así y todo me cuesta creer que haya sido la última escena significativa antes del encierro. ¿Por qué vuelve a mí en estos días? ¿Qué cosa rige los algoritmos de mi cabeza?

Durante los primeros meses intenté conducir mis entusiasmos y me inscribí en distintos cursos. En uno de ellos me enseñaron que, a simple vista, todas las estrellas que titilan en el cielo quedan prácticamente en un mismo plano. Que desde nuestra posición y sin el auxilio de ciertos artilugios no distinguimos bien, entre las que vemos, cuál está más lejos, cuál está más cerca. También me explicaron que el cielo es un concepto, que el cielo no existe. Con los recuerdos, de algún modo, ocurre igual: extraemos de nuestras canteras —a veces también con auxilio— un puñado y quedamos con esos, salvo que alguna cosa provoque nuevas erupciones. De repente toda la infancia es una única vuelta en calesita, la tarde en que nos reventamos la rodilla en la vereda y vimos por primera vez nuestra propia sangre, un recreo infinito en el mismo patio escolar, la sensación de tomar agua del vaso telescópico el día que se nos cayó un diente de leche.

Leo al pasar que los cerebros no son para pensar. Que están ahí no para que tironeemos de ellos como de un hueso que no entrega nuestro perro, sino para mantenernos a flote, vivos. Para avisarnos de un millón de maneras diferentes que necesitamos tomar agua, dormir, caminar. Pasan los días en el pueblo y mi oído queda ahuecado, como una palta sin carozo. Después de que cae el sol, mientras riego, puedo identificar la pequeña música de las hortensias agradecidas, el limonero enfermo. Así también el vuelo intempestivo de un colibrí me puede partir el corazón al medio; mi boca se abre como una granada y no soporto lo que veo, la ruta frenética y majestuosa, impredecible, que dibuja. Quiero ser el colibrí, quiero ser la flor, el camino que hace hasta tocarla. El hueso, me pregunto, ¿para qué el hueso, y por qué como si no fuese un peligro?

En el jardín prestado aprendo a quedarme quieta, consciente de que alcanzará con volver a la ciudad para que lo olvide. Los horneros a mi alrededor ya no interrumpen sus caminatas, que yo confundía con saltos. Día tras día observo las contorsiones de un falso banano que, estimulado por mis atenciones diarias, se va sacando hojas nuevas en una esquina. Miro cómo se retuerce, cómo se esfuerza en guardar su secreto de la luz, y pienso que la poesía es eso: proezas antes de ocultamiento que de revelación. Aprendo a no interrumpir el sacrilegio de las tortugas en el cantero, comiéndose las flores. Son las mismas flores que vi crecer directo de la arena hace muchos años, en un jardín salado en el que nada aceptaba crecer. Descubro que también una tortuga puede impacientarse, que una planta puede sentir vergüenzas, que las alquimias que se completan en lo oscuro de un jardín son las que lo apuntalan.

Nada de esto me pertenece y es un alivio, que es el modo en que comienzan las desesperaciones nuevas. El cielo regurgita y al sol le sigue la tormenta. ¿Por qué nos burlamos de los principios milenarios todo este tiempo, con todas esas estrellas apelmazadas emitiendo sus señales sin que nadie sea capaz de levantar la vista?

“La separación entre la melancolía y la dicha no es más ancha que el filo de un cuchillo”, subrayo. Después abandono el libro, me desentiendo. Varias veces escuché decir que los peces tienen memoria corta y que por eso no sufren en la pecera. No dedico demasiado tiempo a contrastarlo, mejor decir nada. Quizás era una de esas frases que se les dicen a los chicos para que no sufran, como si una cosa así fuera posible. Se supone que al tercer minuto los peces lo olvidan todo y retoman su vehemencia exploratoria, su desembarco. No alcanzan a angustiarse por el vidrio ni a ensayar hipótesis que ya lo están viendo todo de cero otra vez, bailando entre burbujas artificiales. Las preguntas son las de siempre, pero no retenemos ninguna respuesta. Quizás esa sea nuestra manera de mantenernos con vida, el modo en que nuestro cerebro suelta el hueso para encargarse de cosas más importantes.

Una vez, el poeta David Wapner compartió una experiencia de taller con niñas y niños. Si no recuerdo mal, habían estado trabajando con masilla y uno de los asistentes, de unos siete años de edad, había logrado armar las piernas de su monigote valiéndose de la figura del arco. “¡El niño acaba de inventar el puente!”, escribió. Wapner tenía razón, pero además de tener razón tenía la sensibilidad suficiente como para verlo y valorarlo, la grandeza de felicitar al niño por inaugurar en pleno siglo XXI la era del arco. Con el invento de ese niño cruzamos ríos, montañas, visitamos islas, caminamos sobre aguas en la que los peces olvidan una y otra vez la dirección de las corrientes que combaten.

Leo en otro libro que durante décadas debatieron acerca de la pertinencia o no del ombligo de Adán en las pinturas. Imagino a Miguel Ángel con el pincel en la mano, su cavilación. El mundo comenzó otra vez ese día, y hubo otros comienzos traídos del polvo. Mientras tanto el colibrí ya dejó en paz a la estrelicia y se convirtió en una fantasmagoría, algo que pudo o no haber ocurrido. Descarto este libro también. Queda en la cocina, junto a la ventana. Afuera está el día y yo estoy adentro, royendo. Todos los libros comienzan a parecerse entre sí, también los que escribo, los que me propuse terminar.

El tiempo reposa.

Yo me levanto.

Una noche veo un bichito de luz. Aquí sí que comienza algo, me digo. Hace demasiado tiempo que no veía uno y recuerdo, entre todo lo que no recuerdo, la primera vez que escribí a este insecto. Lo recuerdo, precisamente, porque lo escribí. ¿Escribir es un modo de aprender de cero, de esconderse mejor, de pelar un hueso? En ese entonces era otra. Deseaba otras cosas, temía a otras cosas. Un vidrio se estiraba frente a mis ojos y yo lo golpeaba una y otra vez, como una mosca sucia e inocente. ¿Cambia el signo, se quiebra una rama? ¿En un lugar al que ya no puedo volver —porque no se puede volver nunca a ninguna parte— el hombre con manos de bestia sonríe todavía frente a su trampa perfecta? ¿Ya pasaron tres minutos?



O jardim emprestado

Aplana-se o horizonte, aquieta-se a mente. Desde que cheguei, os meus sentidos precisam, pouco a pouco, de muito menos para se ligarem, mas com grandes estrondos, como um motor que ninguém ligou durante muito tempo. A meio da segunda noite, por exemplo, despertou-me o silêncio: era tão absoluto que senti que podia afundar-me nele, uma cratera negra da qual me separava um único passo em falso, mas qual?

Neste jardim emprestado do sítio, tenho a impressão de que tudo é sinal maior, inclusive o quebrar de um ramo seco. A última imagem que conservo antes da pandemia é a de um senhor gigante e bonito com uma armadilha para ratos cortando um pedaço de queijo com suas mãos de besta e cravando-o bem no centro do pequeno mecanismo, um mecanismo tão austero e simples no qual não se podia ter confiança, apenas fé. O gigante passeia-se pelo meu cinema mental; está agachado na cozinha, vejo-o de joelhos quando deixa a armadilha debaixo da banca. Depois, e ainda no chão, sorri para mim como devem sorrir os deuses. Sei que naquele momento senti um grande amor sem saber por quem, mas ainda assim é difícil acreditar que foi a última cena significativa antes do confinamento. Por que regressa a mim nestes dias? O que coisa rege os algoritmos de minha cabeça?

Durante os primeiros meses tentei canalizar os meus entusiasmos e inscrevi-me em diferentes cursos. Num deles ensinaram-me que, a olho nu, todas as estrelas que cintilam no céu ficam praticamente no mesmo plano. Que da nossa posição e sem o auxílio de certos artefactos não distinguimos bem, entre as que vemos, qual a que está mais longe, qual a que está mais perto. Também me explicaram que o céu é um conceito, que o céu não existe. Com as recordações, de algum modo, acontece o mesmo: extraímos das nossas pedreiras, às vezes também com ajuda, um punhado e ficamos com elas, exceto se alguma coisa provocar novas erupções. De repente toda a infância é uma única volta de carrossel, a tarde em que esfolamos o joelho na calçada e vimos pela primeira vez o nosso próprio sangue, um recreio infinito no mesmo pátio escolar, a sensação de beber água do copo telescópico no dia que nos caiu um dente de leite.

Leio em diagonal que os cérebros não são para pensar. Que estão lá não para que os puxemos como a um osso que não entrega o nosso cão, mas para nos manter a flutuar, vivos. Para nos avisar de um milhão de maneiras diferentes que precisamos de beber água, dormir, caminhar. Passam os dias no sítio e os meus ouvidos ficam ocos, como abacates sem caroço. Depois do por do sol, enquanto rego, posso identificar a pequena música das hortênsias gratas, o limoeiro doente. Assim também o voo intempestivo de um colibri pode partir-me o coração ao meio; a minha boca abre-se como uma romã e não suporto o que vejo, a rota frenética e majestosa, imprevisível, que desenha. Quero ser o colibri, quero ser a flor, o caminho que faz até a tocar. O osso, pergunto-me, para quê o osso, e porquê como se não fosse um perigo?

No jardim emprestado aprendo a ficar quieta, consciente de que perceberá quando voltar à cidade para o esquecer. As mariquitas à minha volta já não interrompem as suas caminhadas, que eu confundia com saltos. Dia após dia observo as contorções de uma falsa verga que, estimulada por minhas atenções diárias, vai arrancando folhas novas numa esquina. Vejo como se contorce, como se esforça por guardar o seu segredo da luz, e penso que a poesia é isso: proezas mais de ocultação que de revelação. Aprendo a não interromper o sacrilégio das tartarugas no canteiro, comendo as flores. São as mesmas flores que vi crescer diretamente da areia há muitos anos, num jardim salgado onde nada aceitava crescer. Descubro que também uma tartaruga se pode impacientar, que uma planta pode sentir vergonha, que as alquimias que se completam no escuro de um jardim são as que o sustentam.

Nada disto me pertence e é um alívio, que é o modo como começam os desesperos novos. O céu regurgita e ao sol segue-lhe a tormenta. Por que mofamos dos princípios milenares todo este tempo, com todas essas estrelas amassadas emitindo os seus sinais sem que ninguém seja capaz de levantar a vista?

"A separação entre a melancolia e a felicidade não é mais larga que o fio de uma faca", sublinho. Depois abandono o livro, desapego-me. Várias vezes ouvi dizer que os peixes têm memória curta e que por isso não sofrem no aquário. Não passo muito tempo a verificar isso, é melhor não dizer nada. Talvez fosse uma daquelas frases que se diz às crianças para que não sofram, como se algo assim fosse possível. Supõe-se que ao terceiro minuto os peixes esquecem tudo e retomam sua veemência exploratória, seu poiso. Não chegam a angustiar-se com o vidro nem a ensaiar hipóteses que já estão a ver tudo a partir do zero outra vez, dançando entre bolhas artificiais. As perguntas são as de sempre, mas não retemos nenhuma resposta. Talvez seja a nossa maneira de nos mantermos vivos, a forma como o nosso cérebro solta o osso para lidar com coisas mais importantes

Uma vez, o poeta David Wapner partilhou uma experiência de atelier com meninas e meninos. Se bem me lembro, tinham trabalhado com massa e um dos assistentes, com cerca de sete anos de idade, tinha conseguido montar as pernas do seu boneco, usando a figura do arco."O menino acaba de inventar a ponte!" escreveu. Wapner tinha razão, mas além de ter razão tinha a sensibilidade suficiente para o ver e o valorizar, a grandeza de felicitar a criança por inaugurar em pleno século XXI a era do arco. Com a invenção dessa criança atravessamos rios, montanhas, visitamos ilhas, caminhamos sobre águas em que os peixes esquecem uma e outra vez a direção das correntes que combatem.

Li noutro livro que durante décadas debateram sobre a pertinência ou não do umbigo de Adão nas pinturas. Imagino Miguel Ângelo com o pincel na mão, a sua congeminação. O mundo começou outra vez nesse dia, e houve outros começos trazidos do pó. Entretanto o colibri já deixou em paz a estrelícia e converteu-se numa fantasmagoria, algo que pode ou não ter ocorrido. Também estou a descartar este livro. Quieta na cozinha, junto à janela. Lá fora está o dia e eu estou dentro, roendo. Todos os livros começam a serem parecidos uns aos outros, também os que escrevo, os que me propus terminar.

O tempo repousa.

Eu levanto-me.

Uma noite vejo um bichinho de luz. Aqui sim, começa algo, digo-me. muito tempo que não via um e lembro, entre tudo o que não lembro, a primeira vez que escrevi a este inseto. Escrever é uma maneira de aprender do zero, de se esconder melhor, de descascar um osso? Na altura era outra. Desejava outras coisas, temia outras coisas. Um vidro estirava-se diante dos meus olhos e eu batia-lhe uma e outra vez, como uma mosca suja e inocente. Muda o sinal, um galho quebra? Num lugar aonde já não posso voltar, porque nunca mais se pode voltar a lado nenhum, o homem com mãos de besta sorri ainda diante da sua armadilha perfeita? Já passaram três minutos?


Enxoval

Para os meus quarenta filhos quarenta enxovais

canastas cheias de ortigas

e visco,

pérolas envoltas em folhas de parra.

 

O laço com que se enforcam

os pássaros num lugar escuro.

 

Um chocalho de prata.

 

Uma lembrança de quando fui jovem e inteira, puro talo

e nada em meu corpo se articulava com outro

e sozinha vinha e sozinha ia e sozinha respondia

a nenhuma pergunta.

 

Mas não tenho para dar de mamar a quarenta

não tenho mais que um coração tolhido e mostrengo

um coração pessegueiro doente de podridão morena

que ataca primeiro as flores e depois o fruto

e depois, depois a árvore.

 

Que me cresço em cima de mim e por baixo de mim e

dos meus ramos se balanceiam

quarenta filhos mortos

dos quais não pari nenhum.

 

Quarenta filhos todos de mim enteados