Mostrar mensagens com a etiqueta camila fabbri. Mostrar todas as mensagens
Mostrar mensagens com a etiqueta camila fabbri. Mostrar todas as mensagens

16 junho 2021

camila fabbri

 

Nacimiento

1.

Cada vez que una persona me dirige la palabra le es imposible no detenerse en mi cicatriz fina, con forma de corvina. Instantáneamente después, me pregunta por Pedro.

2.

Lo conocí cuando era muy chica. Teníamos veintipocos. Charlábamos bajo el rayo de sol de una plaza. No pasó mucho tiempo, Pedro largó unos cuantos chistes y ahí me mostró su hazaña. Me contó que llevaba una capa imaginaria para protegerse de algunas cosas. Entre rubores, me dijo que yo podía ser una de esas cosas. Capa invisible, pero eficiente.

Sin nada más que su cuerpo de hombre, no recién nacido pero casi, se tiró de una columna que había en una escuela de educación primaria, cercana a la plaza. La altura no era de temer, pero la caída podía dar pies rotos. Se arrojó, el hombre. Boca abajo, el pelo rubio embarullado sobre la nuca.

Pasó el tiempo, que fue poco.

Yo lo espiaba desde arriba. Se me volaba el pelo con el viento que provocaba la multitud en la plaza. “Pedro” le decía yo, “Oh Pedro”. Parecía que alguien me había puesto ahí, las piernitas tiesas. “Pedrinho, ¿estás bien? ¿No te habrás muerto, no?”

El tapado violeta se me corre, no deja nada al descubierto porque soy joven y como joven que soy, me visto viejo. Porque todo me tapa, porque me avergüenzo fácil, y mi madre coopera con el ocultamiento. Si estuvieras muriendo, ahí abajo, ¿no sería interesante, incluso apasionado, que pudieras verme las rodillas? Pero no. Tapado eterno.

Así de rubio como era cuando lo conocí, estaba vivo. El piso de la plaza brillaba de sangre. La primera sangre que vi de Pedro. La de las fosas nasales. Se dio vuelta y me dedicó una mirada. Después llegó la sonrisa. Siempre venía una sonrisa cuando instantes antes había líquido. Así de unidos, los tópicos. La sangre y la alegría formaban en Pedro un unicato.

En ese primer momento me asusté un poco. Quise pensar en qué me estaba metiendo con ese chico. La mayoría de mis amigos me aconsejaba estático, es decir, dejaban en mí la decisión de entrar allí –en la relación anómala– o de escapar hacia un rumbo más estable. Y con él, pura pereza la mía, pero con él ya había una comunidad.

Pedro ya quería tenerme. Había hecho en mí una elección. Me sumo como perro a tu jauría, Pedro, y vamos.

No pasó mucho tiempo hasta que empezamos a divertirnos. No voy a mentir. Fue un tiempo en que dejé de viajar al campo para visitar a mi familia. Dejé de asistirles. Ellos tenían ocupaciones más reales. Las ocupaciones se les hacían visibles, y como a mí ya no me ponían encima los ojos, era más propensa al olvido. Dejé de usar el tapado violeta. Quedaba en casa haciéndoles compañía a los progenitores en lo melancólico.

Un día tenía miedo. Me desperté así. Se me había calado la voz de mi mamá en el pecho. Cuando hablaba, la oía. Mi voz era la de ella, estaba opacada por su tono. En mi pecho se batallaban personalidades. Sabía que yo era yo y que ese era Pedro, pero no podía oírme.

Retomamos el tema de las capas. Pensar en la capa como superhéroes de la ciudad nueva. Me agarró de la mano y corrimos. En la calle, un colectivo verde. No recuerdo la cifra. Corrimos fuerte. Nos agachamos. El colectivo pasó por delante nuestro y en un envión, nos tiramos. Lo primero que pasó fue que nos raspamos grave las espaldas. Las nucas. Nuestros pelos fueron a parar debajo de una de las ruedas de adelante. Hicimos ruido. También el transporte. Lo que más oí fue el ruido de nuestras pieles quebrando. Los gritos de alguna persona. Era día de semana. Lo segundo que pasó fue que la mano de Pedro me dejó de agarrar. Eso no me gustó nada. Con la fuerza de envión era lógico que algo de eso pasara. Lo tercero que pasó fue que no morimos. Ese fue nuestro primer intento. Un éxito.

Después de tirarme debajo del colectivo verde, dejé de oírla a mi mamá. Estaba curada.

Había tardes en que nos tirábamos debajo de autos civiles. Las espaldas siempre rotas. No quiero hablar del después, cuando hacíamos reposo para curarnos. El después casi no existía. Duraba poco, y al instante después, estábamos otra vez accionando. Estar de novia para mí era eso: el estado de alerta.

Lo que hacíamos también era morder los cordones de la calle. Había que ver cómo se nos ponían las encías, de rosadito a rojo intenso. Como el ejercicio de la uña de una mujer adulta sobre el cachete de un nenito. Mordíamos la acera y después nos besábamos. El contacto era cálido y húmedo.

Placer teníamos. Cuerpo, todavía. También teníamos unión. En la ventana de la cocina se asomaba un gato. Nuestras sangres, medio rosas, brillaban. Después, de noche, ya nada brillaba. Todo se quedaba quieto.

Arriba de autos en movimiento nos tiramos unas diez veces. Inocentes nunca hubo. En un romance nunca hay.

Nos gustaba la limpieza. Sobre todo, cómo se veían nuestros rostros lavados después de los golpes. Se nos veía la vida así, se nos veían los años. Pedro llenaba de jabón la loza de la bañadera. Nos metíamos con el agua que hervía. Sentíamos cómo quemaba la piel joven debajo de la ducha. Una vez Pedro resbaló y dio entera la mandíbula en la esquina de la bañadera. Las botellas de shampoo y crema de enjuage le dieron de lleno en la cabeza. Yo lo miré. Me seguí quemando. Fueron unos quince minutos que duró su dolor. Después se despertó y nos besamos. Estaba mareado. Se perdió mucha agua. Lo premié con un empujón y se volvió a caer. Me llevó consigo. A mí me faltaba cabello. A él, dientes.

3.

Una madrugada lo vi quieto. El recorte de su cuerpo de espaldas con algo de luz que venía de afuera. El vidrio me permitía reconocerlo a Pedro. Ese no fue un momento agradable. Lo que creo que fue un sueño nos mostraba, a él y a mí, como dos animales de cuatro patas. Dos ejemplares que yo no había visto nunca. Eran más bien cosa inventada. Muy peludos en algunas partes, muy pelados en otras. Éramos dos ejemplares únicos que andaban de a ratitos. En la quietud también se parecían. Nuestro estado estático parecía calcado. Me empecé a cansar de la tonalidad de los moretones.

Pasaron unos cinco años. Yo estaba venida a menos. La mayoría de los atardeceres los dedicaba a mirarle la silueta quieta a Pedro. En la espalda, autopistas y rutas de cicatrices. No había cosa más decorativa que esos dibujos puestos ahí. Autoinducidos. Dentro de un rapto de virilidad me dejó un hijo dentro. Dejamos de lado los autos. Me abrió las piernas y ahí, el descargo. Quedé dolorida. Salí ilesa.

Ahora los momentos de plenitud de la pareja se veían dificultados por la llegada de un tercero. Por eso aquel sueño de deformidad, las criaturas de cuatro patas y nosotros.

El médico de cabecera había sido muy estricto. “Yo no sé bien por qué tantas heridas. Lo que sé, es que, cuando el que va a nacer empieza a formarse, el cuerpo es santo”.

El médico habló de santidad y de chupetes.

A mi mamá y a mi papá los pensé recortados en la ventana de una casa amarilla, y detrás de ellos, la tormenta eléctrica. No les conté las novedades.

Me cambié el peinado. Tenía que andar con los pelos cortitos porque mucho no me quedaba. Pedro festejaba que yo diera lástima, se le derretían los cachetes, entraba en calor.

Hacía meses que no practicábamos lo nuestro. Pedro estaba viejo. El rostro se le entrecortaba. No había rastros de sangre. Solamente en el freezer teníamos los restos. Congelados, nuestros mejores momentos. Las dos semanas de quietud fueron su tristeza. Una mañana caminando por la calle intentó arrojarse sobre una bicicleta a motor. Yo también quise. Me acaricié la panza y hubo silencio. Seguimos caminando.

Caminé sola muchas veces. Me gustaba andar por la ciudad tentada de arrojarme. De marearme y de morder banquinas a la luz del sol. Pasé cerca del zoológico pero no entré. No quería gastar plata en esas cosas. Me asomé por una hendija y ahí vi dos criaturas. Se parecían a las de mi sueño. Dos castores peludos. Tenían todos los organitos agrupados donde debían ir. Ojos en lugar de ojos, manos, cuatro patas sobre la tierra. Estaba claro que nada mío había ahí, porque estaban bien formados.

Pensé en el hijo de Pedro y en la sangre derramada.

Cualquier problema con un feto podría resolverse con sangre. Teníamos de sobra en la heladera. El pasado congelado en el freezer también era una especie de futuro. También era una especie.

Me alejé del zoológico. Esperé que cambiara el semáforo. No estaba apurada. El vestido que llevaba puesto volaba hacia un costado, igual que mi pelo. La maternidad lo hacía crecer. Yo no estaba eligiendo mi mundo. Ahora había clima impuesto. Iba a haber un hijo.

Crucé la avenida. Una llanura. El desaliento que causan las avenidas. Parecido a lo que pasa detrás de una casa en un campo. Pero yo no tengo campo. Mi mundo es la ciudad, la pertenencia con Pedro. Todo está tan quieto acá. Ahora soy tan normal. Tan como la gente que está bien.

La abertura de la avenida y yo cruzándola.

En la vereda de enfrente venía caminando una mujer que se me parecía. La humedad del clima le causaba lo mismo que a mí en el pelo. Teníamos puesto un vestido del mismo modelo. Caminaba hacia mí. Cruzaba la avenida con la misma mirada desanimada. Íbamos a chocarnos.

Era mi madre.

Ahora que había dejado de verla, después de tanto tiempo. Ahora me daba cuenta que mi madre se me parecía. La distancia nos había vuelto calcos. Yo estaba impecable. Apenas unos raspones debajo de los ojos. Unas heridas cosidas en las piernas. Y debajo de los pechos un hijo esférico. Tardamos en percibirnos. Si se trataba de hermandad o madrerío. Se ve que estábamos muy ocupadas porque el semáforo cambió. Cumplió su función de máquina.

4.

Mi madre me miraba con ojos de lágrimas. Yo no tenía miedo. Tantas veces me había arrojado a los semáforos colorados. Y mi madre ahora que era algo joven y yo que era algo viejo. De nada se daba cuenta porque me miraba. Miraba el paquete entero. Las lastimaduras y el embarazo. Era un atardecer perfecto en el cielo. Un montón de autos hambrientos se nos venía encima, y yo, con toda la paz junta que me había enseñado Pedro.

Me agaché. Sabía que así estaba fuera de peligro. ¿Alguien conducía los autos? ¿Alguien se apiadaba de mi madre?

Una camioneta brillosa la tomó entera. En los ojos de ella se veían bien nítidas dos cosas: el reclamo y el trastorno. Los dos sentimientos eran fuertes y eran míos. El auto la tomó y ella voló. Se la llevaron los aires por un instante. Después cayó. Hubo otra vez líquido sobre el pavimento. Me quedé quieta. Sonaron bocinas. Corrieron personas. En la panza se me abultaba algo que se movía. Todo estaba vivo. Cerré los ojos un instante y lo primero que vi no fue un sueño. La nuca de mi madre era pura tormenta eléctrica.



Nascimento

1.

Sempre que alguém me dirige a palavra não consegue deixar de se fixar na minha cicatriz fina, em forma de corvina. Instantaneamente depois, pergunta-me pelo Pedro.

2.

Conheci-o quando era muito miúda. Tínhamos vinte e tal. Falávamos debaixo do raio de sol de uma praça. Não foi preciso muito tempo para que Pedro borbulhasse algumas piadas e por aí me ilustrasse a sua façanha. Contou-me que andava com uma capa imaginária para se proteger de algumas coisas. Entre rubores, disse-me que eu podia ser uma dessas coisas. Capa invisível, mas eficiente.

Sem outra coisa que não o seu corpo de homem, não recém-nascido mas quase, lançou-se de uma coluna que havia numa escola primária ao pé da praça. A altura não era de temer, ma a queda podia partir o pés. Atirou-se, o homem. De frente para o olo, o cabelo loiro desgrenhado sobre a nuca.

Passou o tempo, que foi pouco.

Espiava-o cá de cima. Voava-me o cabelo com o vento que provocava a multidão na praça. “Pedro” dizia-lhe eu. “Oh Pedro”. Parecia que alguém me tinha posto ali, as perninhas hirtas. “Pedrinho, estás bem? Não te mataste, pois não?”

O casaco roxo cobre-me toda, não deixa nada a descoberto porque sou jovem e como jovem que sou, visto roupa velha. Porque tudo me tapa, porque me envergonho facilmente, e a minha mãe coopera com a ocultação. Se estivesses a morrer, aí em baixo, não seria interessante, até sensual, que pudesses ver os meus joelhos? Mas não. Tapume eterno.

Assim tão louro como era quando o conheci, estava vivo. O chão da praça brilhava de sangue. O primeiro sangue que vi do Pedro. O das fossas nasais. Virou-se e dedicou-me um olhar. Depois veio o sorriso. Sempre vinha um sorriso quando instantes antes era líquido. Tão unidos, os temas. O sangue e a alegria formavam no Pedro um unicato.

Nessa primeiro momento assustei-me um pouco. Pus-me a pensar no que me estava a meter com aquele rapaz. A maioria dos meus amigos aconselhava-me em estático, quer dizer, deixavam comigo a decisão de entrar ali – na relação anómala – ou de escapar para um rumo mais estável. E com ele, pura preguiça minha, mas com ele já havia uma comunidade.

Já Pedro me queria ter. Em mim tinha feito uma escolha. Adiro como cão à tua matilha, Pedro, e vamos.

Não demorou muito até começarmos a divertir-nos. Não vou mentir. Foi um tempo em que deixei de ir ao campo para visitar a família. Deixei de estar lá. Eles tinham ocupações mais reais. As ocupações tornavam-nos visíveis e como a mim já não me punham os olhos, estava mais propensa ao esquecimento. Deixei de usar o casaco roxo. Ficava em casa fazendo companhia aos pais em melancolia.

Um dia tive medo. Acordei assim. Tinha-se-me calado a voz da minha mãe no peito. Quando falava, ouvia-a. A minha voz era a dela, estava imbuída pelo seu tom. No meu peito travavam-se batalhas de personalidades. Sabia que eu era eu e que aquele era o Pedro, mas não conseguia ouvir-me.

Retomamos o tema das capas. Pensar na capa como super heróis da cidade nova. Pegou-me na mão e corremos. Na rua, um coletivo verde. Não me lembro quantos. Corremos bem. Agachámo-nos. O coletivo passou por nós e em desafio, saltamos. A primeira coisa que aconteceu foi rasparmos bem as costas. As nucas. Os nossos cabelos foram parar debaixo de uma das rodas da frente. Fizemos barulho. Também o transporte. O que mais ouvi foi o barulho das nossas peles a partir. Os gritos de uma pessoa. Era um dia de semana. A segunda coisa que aconteceu foi que a mão do Pedro me deixou de agarrar. Não gostei nada disso. Com a força do empurrão era lógico que alguma coisa se tinha passado. A terceira coisa que aconteceu foi que não morremos. Essa foi a nossa primeira tentativa. Um êxito.

Depois de me atirar para baixo do coletivo verde, deixei de ouvir a minha mãe. Estava curada.

Havia tardes em que nos atirávamos para debaixo de carros civis. As costas sempre partidas. Não quero falar do depois, quando praticávamos descanso para nos curar. O depois quase não existia. Durava pouco, e no instante seguinte, estávamos outra vez em ação. Estar namorada para mim era isso: o estado de alerta.

O que fazíamos também era morder os atacadores da rua. Tinha que ver como nos punham as gengivas, de rosadinho a vermelho intenso. Como o exercício da unha de uma mulher adulta sobre a bochecha de um menino. Mordíamos a calçada e depois beijávamo-nos. O contacto era quente e húmido.

Prazer tínhamos. Corpo, ainda. Taambém tínhamos união. Na janela da cozinha assomava um gato. Os nossos sangues, meio róseos, brilhavam. Depois, de noite, já nada brilhava. Tudo ficava quedo.

De cima de carros em movimento atirámo-nos umas dez vezes. Inocentes nunca houve. Num romance nunca há.

Gostávamos da limpeza. Sobretudo de como se viam os nossos rostos lavados depois dos golpes. A vida via-nos assim, os anos nos viam. Pedro enchia de sabão a louça da banheira. Metíamo-nos na água que fervia. Sentíamos como queimava a pele jovem debaixo do chuveiro. Uma vez Pedro escorregou e bateu com a mandíbula inteira na esquina da banheira. Os frascos de champô e creme de enxaguar acertaram-lhe em cheio na cabeça. Olhei-o. Continuei a queimar-me. Foram cerca de quinze minutos que durou a sua dor. Depois acordou e beijamo-nos. Estava nauseado. Tinha perdido muita água. Premiei-o com um empurrão e voltou a cair. Levou-me com ele. A mim faltavam-me cabelos. A ele, dentes.

3.

Uma madrugada vi-o quedo. O recorte do seu corpo de costas com alguma luz que chegava de fora. O vidro permitia-me reconhecer Pedro. Esse não foi um momento agradável. O que julgo ter sido um sonho mostrava-nos, a ele e a mim, como dois animais de quatro patas. Dois exemplares que eu nunca tinha visto. Eram antes uma coisa inventada. Muito peludos em algumas partes, muito pelados noutras. Éramos dois exemplares únicos que andavam de um lado para o outro. No sossego também eram parecidos. O nosso estado estático parecia calcado. Comecei a cansar-me da tonalidade das pisaduras.

Passaram uns cinco anos. Eu estava em mau estado. Dedicava a maioria dos entardeceres a olhar para a silhueta queda de Pedro. Nas costas, autoestradas e rotas de cicatrizes. Não havia coisa mais decorativa que esses desenhos ali colocados. Auto-induzidos. Dentro de um rapto de virilidade deixou-me um filho dentro. Pusemos de lado os carros. Abriu-me as pernas e aí, a descarga. Fiquei dorida. Saí ilesa.

Agora os momentos de plenitude do casal estavam dificultados pela chegada de um terceiro. Por isso aquele sonho de deformidade, as criaturas de quatro patas e nós.

O médico de cabeceira tinha sido muito estrito.

Eu não sei bem o porquê de tantas feridas. O que sei, é que, quando o que vai nascer começa a formar-se, o corpo é santo”.

O médico falou de santidade e de chupetas.

À minha mãe e ao meu pai pensei-os recortados na janela de uma casa amarela, e por trás deles, a tempestade elétrica. Não lhes contei as novidades.

Mudei de penteado. Tinha de andar com os cabelos curtinhos porque não me ficara muito. Pedro festejava que eu desse pena, derretiam-se-lhe as bochechas, entrava em calor.

Há meses que não praticávamos nada. Pedro estava velho. O rosto tornava-se irregular. Não havia rastos de sangue. Só no congelador tínhamos os restos. Congelado, os nossos melhores momentos. As duas semanas de sossego foram a sua tristeza. Uma manhã, caminhando pela rua, tentou atirar-se para uma bicicleta a motor. Eu também quis. Acariciei a barriga e fez-se silêncio. Continuamos a caminhar.

Caminhei sozinha muitas vezes. Gostava de andar pela cidade com a tentação de me atirar. De me nausear e de morder valetas à luz do sol. Passei ao pé do zoológico mas não entrei. Não queria gastar dinheiro nessas coisas. Espreitei por uma fenda e vi duas criaturas. Pareciam-se com as do meu sonho. Dois castores peludos. Tinham todos os organelos agrupados para onde deviam ir. Olhos no lugar dos olhos, mãos, quatro patas sobre a terra. Era claro que nada de meu havia ali, porque estavam bem formados.

Pensei no filho do Pedro e no sangue derramado.

Qualquer problema com um feto podia resolver-se com sangue. Tínhamo-lo de sobra no frigorífico. O passado congelado no congelador também era uma espécie de futuro. Também era uma espécie.

Afastei-me do zoológico. Esperei que mudasse o semáforo. Não estava com pressa. O vestido que trazia voava para um lado tal como o meu cabelo. A maternidade fazia-o crescer. Eu não estava a escolher o meu mundo. Agora havia clima imposto. Ia ter um filho.

Atravessei a avenida. Uma planície. O desalento que causam as avenidas. Parecido com o que se passa atrás de uma casa no campo. Mas eu não tenho campo. O meu mundo é a cidade, a pertença a Pedro. Tudo está tão quedo aqui. Agora sou muito normal. Muito como as pessoas que estão bem.

A abertura da avenida e eu a atravessá-la.

Na calçada da frente vinha a caminhar uma mulher que se parecia comigo. A humidade do clima causava-lhe o mesmo que a mim no cabelo. Trazíamos um vestido do mesmo modelo. Vinha na minha direção. Atravessava a avenida com o mesmo olhar desanimado. Íamos embater uma com a outra.

Era a minha mãe.

Agora que tinha deixado de a ver, depois de tanto tempo. Agora dava conta que a minha mãe era parecida comigo. A distância tinha-nos transformado em decalques. Eu estava impecável. Apenas uns arranhões debaixo dos olhos. Umas feridas com pontos nas pernas. E debaixo dos peitos um filho esférico. Tardamos em perceber-nos. Se se tratava de irmandade ou maternidade. Vê-se que estávamos muito ocupadas porque o semáforo mudou. Cumpriu a sua função de máquina.

4.

A minha mãe olhava-me com olhos de lágrimas. Eu não tinha medo. Tantas vezes me tinha atirado aos semáforos coloridos. E a minha mãe agora era algo de jovem e eu algo de velho. Não dava conta de nada porque estava a olhar para mim. Olhava para o pacote inteiro. As lamúrias e a gravidez. Era um entardecer perfeito no céu. Um monte de carros famintos vinha para cima de nós, e eu, com toda a paz junta que Pedro havia me ensinado.

Agachei-me. Sabia que assim estava fora de perigo. Alguém conduzia os carros? Alguém tinha pena da minha mãe?

Uma camionete brilhante colheu-a inteira. Nos olhos dela viam-se bem nítidas duas coisas: a reclamação e o transtorno. Os dois sentimentos eram fortes e eram meus. O carro colheu-a e ela voou. Voou pelos ares por um instante. Depois caiu. Houve de novo líquido no pavimento. Fiquei queda. Soaram buzinas. Correram pessoas. Na barriga inchava-se-me algo que se movia. Tudo estava vivo. Fechei os olhos um instante e a primeira coisa que vi não foi um sonho. A nuca da minha mãe era pura tempestade elétrica.