Día uno
Es en las tardes de domingo cuando se abre la herida
por donde salen todos los muertos,
y la vida se desparrama por el piso como naranja de pulpa agonizante
olvidada por la mano que la exprime.
Dios no existe en las tardes de domingo,
ni el amor ni la amistad ni la sensatez de la ocupación ociosa.
En domingo los gatos no salen de casa:
se echan con los ojos vagos en el eterno domingo en el que viven
sabiendo que ese día es más domingo
que los otros domingos en los que habitan a diario.
Las lagartijas no se arrastran en las tardes de domingo,
tampoco los colibríes vuelan entre las flores; ningún capullo se abre
para dar paso a una astromelia,
ninguna hoja dulce brota de los troncos.
Las hormigas y cucarachas regresan a su vida privada y secreta,
insospechada por todos los que las odian.
Sólo un fino velo de polvo sobre la mesa, sobre la almohada;
sólo la telaraña rota y sin araña,
suspendida en lo invisible de la esquina de la casa.
Sólo eso existe en las tardes de domingo:
ruina, estrago, vestigios de otra cosa,
cenizas en el pelo, en los ojos y en los labios.
El recuerdo de las visitas de mi padre en domingo,
en las que sentado en el porche de la casa de mi abuela
hacía carros de madera y sillas para mis muñecas
y me contaba los cuentos de la tía Panchita
y otros inventados por él mismo
y me decía que en la guerra comían hojas de jocote y de guayaba
cuando estaban escondidos en el monte.
Y jugábamos los juegos que tal vez había jugado con los otros
guerrilleros de catorce años, de noche alrededor del fuego,
cuando la muerte como un ángel les guardaba la espalda:
por aquí pasó un soldado todo roto y remendado, lo que vi que no llevaba…
y yo me reía y me reía. Ahora ya no me río.
Mi padre lleva muerto cinco años
y este no es un poema sobre mi padre.
Es un poema sobre cómo en las tardes de domingo se abre la herida
como cauce en el que flotan todos los fantasmas
y no existe Dios y no sopla el viento
y las bestias se esconden y las plantas no crecen
hasta que, avergonzado de tanto descansar,
Dios regresa y da la cara el lunes por la mañana.
Dia um
É nas tardes de domingo que se abre a ferida
por onde saem todos os mortos,
e a vida se esparrama pelo chão como laranja de polpa agonizante
esquecida pela mão que a espreme.
Deus não existe nas tardes de domingo,
nem o amor nem a amizade nem a sensatez da ocupação ociosa.
No domingo os gatos não saem de casa:
esparregatam-se com os olhos vagos no eterno domingo em que vivem
sabendo que este dia é mais domingo
do que nos outros domingos em que vivem diariamente.
As lagartixas não rastejam nas tardes de domingo,
nem os colibris voam entre as flores; nenhum botão se abre
para dar lugar a uma astromélia,
nenhuma folha doce brota dos troncos.
As formigas e as baratas regressam à sua vida privada e secreta,
insuspeitada por todos os que as odeiam.
Só um fino véu de pó sobre a mesa, sobre a almofada;
só a teia de aranha partida e sem aranha,
suspensa no invisível da esquina da casa.
Só isso existe nas tardes de domingo:
ruína, devastação, vestígios de outra coisa,
cinzas no cabelo, nos olhos e nos lábios.
A lembrança das visitas do meu pai no domingo,
onde sentado no alpendre da casa da minha avó
fazia carrinhos de madeira e cadeiras para as minhas bonecas
e me contava as histórias da tia Panchita
e outros inventados por ele mesmo
e me dizia que na guerra comiam folhas de couve-flor e de goiaba
quando estavam escondidos nas montanhas.
E jogávamos os jogos que talvez tivesse jogado com os outros
guerrilheiros de catorze anos, de noite à volta do fogo,
quando a morte como um anjo lhes guardava as costas:
por aqui passou um soldado todo partido e remendado, o que vi que não levava...
e eu ria e ria. Agora já não me rio.
O meu pai está morto há cinco anos
e este não é um poema sobre o meu pai.
É um poema sobre como nas tardes de domingo se abre a ferida
como canal onde flutuam todos os fantasmas
e não existe Deus e não sopra o vento
e as bestas escondem-se e as plantas não crescem
até que, envergonhado de tanto descansar,
Deus volta e dá a cara na segunda de manhã.