Hoy ha muerto un poema en la encrucijada.
Lo vi esperar la muerte toda la mañana,
inmóvil, arrimado a la esquina del edificio
bajo la catedral borrada por el tiempo
o por los servicios municipales de limpieza,
ignorante de su propio destino.
Respiraba cada vez más despacio,
con el cuello vuelto
por un golpe en la cabeza,
medio cerebro al aire:
herida de exhibición urbana.
Hubo gentes piadosas
que tendían una mirada, hasta una caricia.
Gentes prácticas que certificaban la muerte
con una patada lejana.
Todos seguían su camino ante lo inevitable.
Alguien lo cobijó algo más contra la pared
para evitar que le atropellaran los repartidores de sonrisas.
Y él quedó así, desmadejado.
Nadie le dio el tiro de gracia.
Siguió muriendo
lento
mi poema.
Escribo sobre la tumba estética del poema
para no perder la conciencia de mi vida,
arrimada a la pared, tal vez también,
por un transeúnte piadoso.
¿Qué hace, entonces, la poeta
frente al poema desprovisto ya de azar,
la cabeza, torneada de azul,
escondida bajo las alas?
La poeta se detiene,
se acerca,
se quita los guantes
como para coger entre sus manos al despojado.
Lo mira, mira a su alrededor:
cree ser la única que lo ha visto,
y levanta el rostro.
Ya los ojos
ónice.
Sigue su camino.
Se detiene de nuevo,
regresa sobre sus pasos,
se queda inmóvil al otro canto de la esquina,
equidistante del poema.
¿Espera ella también su final,
la cabeza hendida?
¿Quedarán allí ambos cadáveres
hasta que el servicio de recogida de poemas muertos
los lleve al basurero o a la fábrica de piensos?
No. La poeta escribirá una paloma.
Y se irá, como todos.
Hoje morreu um poema no cruzamento.
Vi-o a esperar a morte a manhã toda,
imóvel, encostado à esquina do prédio
sob a catedral apagada pelo tempo
ou pelos serviços municipais de limpeza,
ignorante do seu próprio destino.
Respirava cada vez mais devagar,
com o pescoço virado
por um golpe na cabeça,
meio cérebro no ar:
ferimento de exposição urbana.
Houve gente piedosa
que estendia um olhar, até uma carícia.
Pessoas práticas que certificavam a morte
com um pontada distante.
Todos seguiam o seu caminho diante do inevitável.
Alguém o abrigou um pouco mais contra a parede
para evitar ser atropelado pelos distribuidores de sorrisos.
E ele ficou assim, descabelado.
Ninguém lhe deu o tiro de misericórdia.
Continuou a morrer
lento
o meu poema.
Escrevo sobre a tumba estética do poema
para não perder a consciência da minha vida,
encostada à parede, talvez também,
por um transeunte piedoso.
O que faz, então, a poeta
diante do poema já desprovido de sorte,
a cabeça, azul torneada,
escondida sob as asas?
A poeta detém-se,
se aproxima-se
tira as luvas
como para pegar em suas mãos o despojado.
Olha para ele, olha à sua volta:
acredita ser a única que o viu,
e levanta o rosto.
Já os olhos
ônix.
Continua o seu caminho.
Detém-se de novo,
Retorna sobre seus passos,
fica imóvel do outro lado da esquina,
equidistante do poema.
espera ela também o seu fim,
a cabeça fendida?
Ficarão ali ambos os cadáveres
até que o serviço de recolha de poemas mortos
os leve ao contentor do lixo ou à fábrica de rações?
Não. Poeta escreverá uma pomba.
E partirá, como todos.
