Nacimiento
1.
Cada
vez que una persona me dirige la palabra le es imposible no detenerse
en mi cicatriz fina, con forma de corvina. Instantáneamente después,
me pregunta por Pedro.
2.
Lo
conocí cuando era muy chica. Teníamos veintipocos. Charlábamos
bajo el rayo de sol de una plaza. No pasó mucho tiempo, Pedro largó
unos cuantos chistes y ahí me mostró su hazaña. Me contó que
llevaba una capa imaginaria para protegerse de algunas cosas. Entre
rubores, me dijo que yo podía ser una de esas cosas. Capa invisible,
pero eficiente.
Sin
nada más que su cuerpo de hombre, no recién nacido pero casi, se
tiró de una columna que había en una escuela de educación
primaria, cercana a la plaza. La altura no era de temer, pero la
caída podía dar pies rotos. Se arrojó, el hombre. Boca abajo, el
pelo rubio embarullado sobre la nuca.
Pasó
el tiempo, que fue poco.
Yo
lo espiaba desde arriba. Se me volaba el pelo con el viento que
provocaba la multitud en la plaza. “Pedro” le decía yo, “Oh
Pedro”. Parecía que alguien me había puesto ahí, las piernitas
tiesas. “Pedrinho, ¿estás bien? ¿No te habrás muerto, no?”
El
tapado violeta se me corre, no deja nada al descubierto porque soy
joven y como joven que soy, me visto viejo. Porque todo me tapa,
porque me avergüenzo fácil, y mi madre coopera con el ocultamiento.
Si estuvieras muriendo, ahí abajo, ¿no sería interesante, incluso
apasionado, que pudieras verme las rodillas? Pero no. Tapado eterno.
Así
de rubio como era cuando lo conocí, estaba vivo. El piso de la plaza
brillaba de sangre. La primera sangre que vi de Pedro. La de las
fosas nasales. Se dio vuelta y me dedicó una mirada. Después llegó
la sonrisa. Siempre venía una sonrisa cuando instantes antes había
líquido. Así de unidos, los tópicos. La sangre y la alegría
formaban en Pedro un unicato.
En
ese primer momento me asusté un poco. Quise pensar en qué me estaba
metiendo con ese chico. La mayoría de mis amigos me aconsejaba
estático, es decir, dejaban en mí la decisión de entrar allí –en
la relación anómala– o de escapar hacia un rumbo más estable. Y
con él, pura pereza la mía, pero con él ya había una comunidad.
Pedro
ya quería tenerme. Había hecho en mí una elección. Me sumo como
perro a tu jauría, Pedro, y vamos.
No
pasó mucho tiempo hasta que empezamos a divertirnos. No voy a
mentir. Fue un tiempo en que dejé de viajar al campo para visitar a
mi familia. Dejé de asistirles. Ellos tenían ocupaciones más
reales. Las ocupaciones se les hacían visibles, y como a mí ya no
me ponían encima los ojos, era más propensa al olvido. Dejé de
usar el tapado violeta. Quedaba en casa haciéndoles compañía a los
progenitores en lo melancólico.
Un
día tenía miedo. Me desperté así. Se me había calado la voz de
mi mamá en el pecho. Cuando hablaba, la oía. Mi voz era la de ella,
estaba opacada por su tono. En mi pecho se batallaban personalidades.
Sabía que yo era yo y que ese era Pedro, pero no podía oírme.
Retomamos
el tema de las capas. Pensar en la capa como superhéroes de la
ciudad nueva. Me agarró de la mano y corrimos. En la calle, un
colectivo verde. No recuerdo la cifra. Corrimos fuerte. Nos
agachamos. El colectivo pasó por delante nuestro y en un envión,
nos tiramos. Lo primero que pasó fue que nos raspamos grave las
espaldas. Las nucas. Nuestros pelos fueron a parar debajo de una de
las ruedas de adelante. Hicimos ruido. También el transporte. Lo que
más oí fue el ruido de nuestras pieles quebrando. Los gritos de
alguna persona. Era día de semana. Lo segundo que pasó fue que la
mano de Pedro me dejó de agarrar. Eso no me gustó nada. Con la
fuerza de envión era lógico que algo de eso pasara. Lo tercero que
pasó fue que no morimos. Ese fue nuestro primer intento. Un éxito.
Después
de tirarme debajo del colectivo verde, dejé de oírla a mi mamá.
Estaba curada.
Había
tardes en que nos tirábamos debajo de autos civiles. Las espaldas
siempre rotas. No quiero hablar del después, cuando hacíamos reposo
para curarnos. El después casi no existía. Duraba poco, y al
instante después, estábamos otra vez accionando. Estar de novia
para mí era eso: el estado de alerta.
Lo
que hacíamos también era morder los cordones de la calle. Había
que ver cómo se nos ponían las encías, de rosadito a rojo intenso.
Como el ejercicio de la uña de una mujer adulta sobre el cachete de
un nenito. Mordíamos la acera y después nos besábamos. El contacto
era cálido y húmedo.
Placer
teníamos. Cuerpo, todavía. También teníamos unión. En la ventana
de la cocina se asomaba un gato. Nuestras sangres, medio rosas,
brillaban. Después, de noche, ya nada brillaba. Todo se quedaba
quieto.
Arriba
de autos en movimiento nos tiramos unas diez veces. Inocentes nunca
hubo. En un romance nunca hay.
Nos
gustaba la limpieza. Sobre todo, cómo se veían nuestros rostros
lavados después de los golpes. Se nos veía la vida así, se nos
veían los años. Pedro llenaba de jabón la loza de la bañadera.
Nos metíamos con el agua que hervía. Sentíamos cómo quemaba la
piel joven debajo de la ducha. Una vez Pedro resbaló y dio entera la
mandíbula en la esquina de la bañadera. Las botellas de shampoo y
crema de enjuage le dieron de lleno en la cabeza. Yo lo miré. Me
seguí quemando. Fueron unos quince minutos que duró su dolor.
Después se despertó y nos besamos. Estaba mareado. Se perdió mucha
agua. Lo premié con un empujón y se volvió a caer. Me llevó
consigo. A mí me faltaba cabello. A él, dientes.
3.
Una
madrugada lo vi quieto. El recorte de su cuerpo de espaldas con algo
de luz que venía de afuera. El vidrio me permitía reconocerlo a
Pedro. Ese no fue un momento agradable. Lo que creo que fue un sueño
nos mostraba, a él y a mí, como dos animales de cuatro patas. Dos
ejemplares que yo no había visto nunca. Eran más bien cosa
inventada. Muy peludos en algunas partes, muy pelados en otras.
Éramos dos ejemplares únicos que andaban de a ratitos. En la
quietud también se parecían. Nuestro estado estático parecía
calcado. Me empecé a cansar de la tonalidad de los moretones.
Pasaron
unos cinco años. Yo estaba venida a menos. La mayoría de los
atardeceres los dedicaba a mirarle la silueta quieta a Pedro. En la
espalda, autopistas y rutas de cicatrices. No había cosa más
decorativa que esos dibujos puestos ahí. Autoinducidos. Dentro de un
rapto de virilidad me dejó un hijo dentro. Dejamos de lado los
autos. Me abrió las piernas y ahí, el descargo. Quedé dolorida.
Salí ilesa.
Ahora
los momentos de plenitud de la pareja se veían dificultados por la
llegada de un tercero. Por eso aquel sueño de deformidad, las
criaturas de cuatro patas y nosotros.
El
médico de cabecera había sido muy estricto. “Yo no sé bien por
qué tantas heridas. Lo que sé, es que, cuando el que va a nacer
empieza a formarse, el cuerpo es santo”.
El
médico habló de santidad y de chupetes.
A
mi mamá y a mi papá los pensé recortados en la ventana de una casa
amarilla, y detrás de ellos, la tormenta eléctrica. No les conté
las novedades.
Me
cambié el peinado. Tenía que andar con los pelos cortitos porque
mucho no me quedaba. Pedro festejaba que yo diera lástima, se le
derretían los cachetes, entraba en calor.
Hacía
meses que no practicábamos lo nuestro. Pedro estaba viejo. El rostro
se le entrecortaba. No había rastros de sangre. Solamente en el
freezer teníamos los restos. Congelados, nuestros mejores momentos.
Las dos semanas de quietud fueron su tristeza. Una mañana caminando
por la calle intentó arrojarse sobre una bicicleta a motor. Yo
también quise. Me acaricié la panza y hubo silencio. Seguimos
caminando.
Caminé
sola muchas veces. Me gustaba andar por la ciudad tentada de
arrojarme. De marearme y de morder banquinas a la luz del sol. Pasé
cerca del zoológico pero no entré. No quería gastar plata en esas
cosas. Me asomé por una hendija y ahí vi dos criaturas. Se parecían
a las de mi sueño. Dos castores peludos. Tenían todos los organitos
agrupados donde debían ir. Ojos en lugar de ojos, manos, cuatro
patas sobre la tierra. Estaba claro que nada mío había ahí, porque
estaban bien formados.
Pensé
en el hijo de Pedro y en la sangre derramada.
Cualquier
problema con un feto podría resolverse con sangre. Teníamos de
sobra en la heladera. El pasado congelado en el freezer también era
una especie de futuro. También era una especie.
Me
alejé del zoológico. Esperé que cambiara el semáforo. No estaba
apurada. El vestido que llevaba puesto volaba hacia un costado, igual
que mi pelo. La maternidad lo hacía crecer. Yo no estaba eligiendo
mi mundo. Ahora había clima impuesto. Iba a haber un hijo.
Crucé
la avenida. Una llanura. El desaliento que causan las avenidas.
Parecido a lo que pasa detrás de una casa en un campo. Pero yo no
tengo campo. Mi mundo es la ciudad, la pertenencia con Pedro. Todo
está tan quieto acá. Ahora soy tan normal. Tan como la gente que
está bien.
La
abertura de la avenida y yo cruzándola.
En
la vereda de enfrente venía caminando una mujer que se me parecía.
La humedad del clima le causaba lo mismo que a mí en el pelo.
Teníamos puesto un vestido del mismo modelo. Caminaba hacia mí.
Cruzaba la avenida con la misma mirada desanimada. Íbamos a
chocarnos.
Era
mi madre.
Ahora
que había dejado de verla, después de tanto tiempo. Ahora me daba
cuenta que mi madre se me parecía. La distancia nos había vuelto
calcos. Yo estaba impecable. Apenas unos raspones debajo de los ojos.
Unas heridas cosidas en las piernas. Y debajo de los pechos un hijo
esférico. Tardamos en percibirnos. Si se trataba de hermandad o
madrerío. Se ve que estábamos muy ocupadas porque el semáforo
cambió. Cumplió su función de máquina.
4.
Mi
madre me miraba con ojos de lágrimas. Yo no tenía miedo. Tantas
veces me había arrojado a los semáforos colorados. Y mi madre ahora
que era algo joven y yo que era algo viejo. De nada se daba cuenta
porque me miraba. Miraba el paquete entero. Las lastimaduras y el
embarazo. Era un atardecer perfecto en el cielo. Un montón de autos
hambrientos se nos venía encima, y yo, con toda la paz junta que me
había enseñado Pedro.
Me
agaché. Sabía que así estaba fuera de peligro. ¿Alguien conducía
los autos? ¿Alguien se apiadaba de mi madre?
Una
camioneta brillosa la tomó entera. En los ojos de ella se veían
bien nítidas dos cosas: el reclamo y el trastorno. Los dos
sentimientos eran fuertes y eran míos. El auto la tomó y ella voló.
Se la llevaron los aires por un instante. Después cayó. Hubo otra
vez líquido sobre el pavimento. Me quedé quieta. Sonaron bocinas.
Corrieron personas. En la panza se me abultaba algo que se movía.
Todo estaba vivo. Cerré los ojos un instante y lo primero que vi no
fue un sueño. La nuca de mi madre era pura tormenta eléctrica.
Nascimento
1.
Sempre
que alguém me dirige a palavra não consegue deixar de se fixar na
minha cicatriz fina, em forma de corvina. Instantaneamente
depois,
pergunta-me
pelo
Pedro.
2.
Conheci-o
quando era muito miúda. Tínhamos vinte e tal. Falávamos debaixo do
raio de sol de uma praça. Não foi preciso
muito tempo para
que Pedro borbulhasse algumas piadas e por aí me ilustrasse a sua
façanha. Contou-me que andava com uma capa imaginária para se
proteger de algumas coisas. Entre
rubores, disse-me
que eu podia ser uma dessas coisas. Capa invisível, mas eficiente.
Sem
outra coisa que não o seu corpo de homem, não recém-nascido mas
quase, lançou-se de uma coluna que havia numa escola primária ao pé
da praça. A altura não era de temer, ma a queda podia partir o pés.
Atirou-se, o homem. De frente para o olo, o cabelo loiro desgrenhado
sobre a nuca.
Passou
o
tempo,
que foi
pouco.
Espiava-o
cá
de cima. Voava-me
o cabelo com o vento que provocava a multidão na praça. “Pedro”
dizia-lhe
eu. “Oh Pedro”. Parecia que alguém me tinha posto ali, as
perninhas hirtas. “Pedrinho, estás bem? Não te mataste, pois
não?”
O
casaco roxo cobre-me
toda,
não deixa nada a descoberto porque
sou jovem e como jovem que sou, visto roupa velha. Porque tudo me
tapa, porque me envergonho facilmente, e a minha mãe coopera com a
ocultação. Se estivesses a morrer, aí em baixo, não seria
interessante, até sensual, que pudesses ver os meus joelhos? Mas
não. Tapume eterno.
Assim
tão louro como era quando o conheci, estava vivo. O chão da praça
brilhava de sangue. O
primeiro sangue que vi do Pedro. O das fossas nasais. Virou-se e
dedicou-me um olhar. Depois veio o sorriso. Sempre vinha um sorriso
quando instantes antes era líquido. Tão
unidos, os temas. O sangue e a alegria formavam no Pedro um unicato.
Nessa primeiro momento assustei-me
um pouco. Pus-me a pensar no que me estava a meter com aquele rapaz.
A maioria dos meus amigos aconselhava-me em estático, quer dizer,
deixavam comigo a decisão de entrar ali – na relação anómala –
ou de escapar para um rumo mais estável. E com ele, pura preguiça
minha, mas com ele já havia uma comunidade.
Já Pedro me queria ter. Em mim
tinha feito uma escolha. Adiro como cão à tua matilha, Pedro, e
vamos.
Não
demorou muito até começarmos a divertir-nos. Não
vou mentir. Foi um tempo em que deixei de ir ao campo para visitar a
família. Deixei de estar lá. Eles tinham ocupações mais reais. As
ocupações tornavam-nos visíveis e como a mim já não me punham os
olhos, estava mais propensa ao esquecimento. Deixei de usar o casaco
roxo. Ficava em casa fazendo companhia aos pais em melancolia.
Um dia tive medo. Acordei assim.
Tinha-se-me calado a voz da minha mãe no peito. Quando falava,
ouvia-a. A minha voz era a dela, estava imbuída pelo seu tom. No meu
peito travavam-se batalhas de personalidades. Sabia que eu era eu e
que aquele era o Pedro, mas não conseguia ouvir-me.
Retomamos
o
tema das capas. Pensar
na capa como super heróis da cidade nova. Pegou-me na mão e
corremos. Na rua, um coletivo verde. Não me lembro quantos. Corremos
bem. Agachámo-nos. O coletivo passou por nós e em desafio,
saltamos. A primeira coisa que aconteceu foi rasparmos bem as costas.
As nucas. Os nossos cabelos foram parar debaixo de uma das rodas da
frente. Fizemos barulho. Também o transporte. O que mais ouvi foi o
barulho das nossas peles a partir. Os gritos de uma pessoa. Era um
dia de semana. A segunda coisa que aconteceu foi que a mão do Pedro
me deixou de agarrar. Não gostei nada disso. Com
a força do empurrão era lógico que alguma coisa se tinha passado.
A terceira coisa que aconteceu foi que não morremos. Essa foi a
nossa primeira tentativa. Um êxito.
Depois de me atirar para baixo do
coletivo verde, deixei de ouvir a minha mãe. Estava curada.
Havia tardes em que nos atirávamos
para debaixo de carros civis. As costas sempre partidas. Não quero
falar do depois, quando praticávamos descanso para nos curar. O
depois quase não existia. Durava pouco, e no instante seguinte,
estávamos outra vez em ação. Estar namorada para mim era isso: o
estado de alerta.
O que fazíamos também era morder
os atacadores da rua. Tinha que ver como nos punham as gengivas, de
rosadinho a vermelho intenso. Como o exercício da unha de uma mulher
adulta sobre a bochecha de um menino. Mordíamos a calçada e depois
beijávamo-nos. O contacto era quente e húmido.
Prazer tínhamos. Corpo, ainda.
Taambém tínhamos união. Na janela da cozinha assomava um gato. Os
nossos sangues, meio róseos, brilhavam. Depois, de noite, já nada
brilhava. Tudo ficava quedo.
De
cima
de carros em movimento atirámo-nos
umas dez vezes. Inocentes
nunca houve. Num romance nunca há.
Gostávamos
da limpeza. Sobretudo de como se viam os nossos rostos lavados depois
dos golpes. A vida via-nos assim, os anos nos viam. Pedro enchia de
sabão a louça da banheira. Metíamo-nos na água que fervia.
Sentíamos como queimava a pele jovem debaixo do chuveiro. Uma vez
Pedro escorregou e bateu com a mandíbula inteira na esquina da
banheira. Os frascos de champô e creme de enxaguar acertaram-lhe em
cheio na cabeça. Olhei-o. Continuei a queimar-me. Foram cerca de
quinze minutos que durou a sua dor. Depois acordou e beijamo-nos.
Estava nauseado. Tinha perdido muita água. Premiei-o com um empurrão
e voltou a cair. Levou-me com ele. A mim faltavam-me cabelos. A ele,
dentes.
3.
Uma madrugada vi-o quedo. O recorte
do seu corpo de costas com alguma luz que chegava de fora. O vidro
permitia-me reconhecer Pedro. Esse não foi um momento agradável. O
que julgo ter sido um sonho mostrava-nos, a ele e a mim, como dois
animais de quatro patas. Dois exemplares que eu nunca tinha visto.
Eram antes uma coisa inventada. Muito peludos em algumas partes,
muito pelados noutras. Éramos dois exemplares únicos que andavam de
um lado para o outro. No sossego também eram parecidos. O nosso
estado estático parecia calcado. Comecei a cansar-me da tonalidade
das pisaduras.
Passaram uns cinco anos. Eu estava
em mau estado. Dedicava a maioria dos entardeceres a olhar para a
silhueta queda de Pedro. Nas costas, autoestradas e rotas de
cicatrizes. Não havia coisa mais decorativa que esses desenhos ali
colocados. Auto-induzidos. Dentro de um rapto de virilidade deixou-me
um filho dentro. Pusemos de lado os carros. Abriu-me as pernas e aí,
a descarga. Fiquei dorida. Saí ilesa.
Agora os momentos de plenitude do
casal estavam dificultados pela chegada de um terceiro. Por isso
aquele sonho de deformidade, as criaturas de quatro patas e nós.
O
médico de cabeceira
tinha
sido muito
estrito.
“Eu
não
sei
bem o
porquê
de
tantas feridas.
O
que sei,
é
que, quando
o
que vai
nascer
começa
a
formar-se, o
corpo
é
santo”.
O
médico falou
de santidade
e
de chupetas.
À minha mãe e ao meu pai
pensei-os recortados na janela de uma casa amarela, e por trás
deles, a tempestade elétrica. Não lhes contei as novidades.
Mudei
de penteado. Tinha de andar com os cabelos curtinhos porque não me
ficara muito. Pedro festejava que eu desse pena, derretiam-se-lhe as
bochechas, entrava em calor.
Há
meses que não praticávamos nada.
Pedro estava velho. O rosto tornava-se irregular. Não havia rastos
de sangue. Só no congelador tínhamos os restos. Congelado, os
nossos melhores momentos. As duas semanas de sossego foram a sua
tristeza. Uma manhã, caminhando pela rua, tentou atirar-se para uma
bicicleta a motor. Eu também quis. Acariciei a barriga e fez-se
silêncio. Continuamos a caminhar.
Caminhei
sozinha muitas vezes. Gostava de andar pela cidade com a tentação
de me atirar. De me nausear e de morder valetas
à luz do sol. Passei
ao pé do zoológico mas não entrei. Não queria gastar dinheiro
nessas coisas. Espreitei por uma fenda e vi duas criaturas.
Pareciam-se com as do meu sonho. Dois castores peludos. Tinham todos
os organelos agrupados para onde deviam ir. Olhos no lugar dos olhos,
mãos, quatro patas sobre a terra. Era claro que nada de meu havia
ali, porque estavam bem formados.
Pensei no filho do Pedro e no
sangue derramado.
Qualquer problema com um feto podia
resolver-se com sangue. Tínhamo-lo de sobra no frigorífico. O
passado congelado no congelador também era uma espécie de futuro.
Também era uma espécie.
Afastei-me do zoológico. Esperei
que mudasse o semáforo. Não estava com pressa. O vestido que trazia
voava para um lado tal como o meu cabelo. A maternidade fazia-o
crescer. Eu não estava a escolher o meu mundo. Agora havia clima
imposto. Ia ter um filho.
Atravessei a avenida. Uma planície.
O desalento que causam as avenidas. Parecido com o que se passa atrás
de uma casa no campo. Mas eu não tenho campo. O meu mundo é a
cidade, a pertença a Pedro. Tudo está tão quedo aqui. Agora sou
muito normal. Muito como as pessoas que estão bem.
A abertura da avenida e eu a
atravessá-la.
Na
calçada da frente vinha a
caminhar
uma mulher que se parecia comigo. A humidade
do clima causava-lhe
o mesmo que a mim no cabelo. Trazíamos
um vestido do mesmo modelo. Vinha na minha direção. Atravessava a
avenida com o mesmo olhar desanimado. Íamos embater uma com a outra.
Era a minha mãe.
Agora
que tinha deixado de a ver, depois de tanto tempo. Agora dava conta
que a minha mãe era parecida comigo. A distância tinha-nos
transformado em decalques. Eu estava impecável. Apenas uns arranhões
debaixo dos olhos. Umas feridas com pontos nas pernas. E debaixo dos
peitos um filho esférico. Tardamos em perceber-nos. Se se tratava de
irmandade ou maternidade.
Vê-se que estávamos muito ocupadas porque o semáforo mudou.
Cumpriu a sua função de máquina.
4.
A
minha mãe olhava-me com olhos de lágrimas. Eu não tinha medo.
Tantas vezes me tinha atirado aos semáforos coloridos. E a minha mãe
agora era algo de jovem e eu algo de velho. Não dava conta de nada
porque estava a olhar para mim. Olhava para o pacote inteiro. As
lamúrias e a gravidez. Era um entardecer perfeito no céu. Um monte
de carros famintos vinha para cima de nós, e eu, com toda a paz
junta que Pedro havia me ensinado.
Agachei-me. Sabia que assim estava
fora de perigo. Alguém conduzia os carros? Alguém tinha pena da
minha mãe?
Uma
camionete brilhante colheu-a
inteira. Nos olhos dela viam-se
bem nítidas duas coisas: a reclamação e o transtorno. Os dois
sentimentos eram fortes e eram meus. O
carro colheu-a e ela voou. Voou pelos ares por um instante. Depois
caiu. Houve de novo líquido no pavimento. Fiquei queda. Soaram
buzinas. Correram pessoas. Na barriga inchava-se-me algo que se
movia. Tudo estava vivo. Fechei os olhos um instante e a primeira
coisa que vi não foi um sonho. A nuca da minha mãe era pura
tempestade elétrica.