02 setembro 2009

cecilia podestá



La Persignación

El padre estaba perdido
en un movimiento de la mano derecha
que empezaba por sofocar la frente
y bajaba
llevando la muerte al hijo en una línea recta,
también cada sensación fabricada
para sobrevivir.

El padre
estaba ausente de las manos del hijo
que lo evocaba
cuando obligado,
cruzaba el alma
intentando alguna fe desesperada.

Entonces imaginaba que dios era su padre

Si,
el debía ser un extraño dios
Por lo que explicaba su ausencia
Y la devoción de su madre.

El hijo se cortó las manos.
Envueltas en hielo
se las entregó a ella
para que pudiera hallar
la piel hervida de su frente y muerte en el
pecho
recorriendo su rabia y piel de mujer sexagenaria
en las mismas manos que hizo crecer rezando
para pagar la culpa de la ausencia.

La madre aceptó las manos del hijo.
Las sembró en su jardín de muertos sin nombre
esperando a que crezca de ellas
la rabia exacta
para matar su cuerpo
e inventarlo en el exilio.

Aprendió a beber del hielo deslizado en su piel áspera
también a defecar
entregándose sobre el pasto amarillo
que lo rechazaba
y en el que descubría su bautismo.

Sólo sabría llevar los ruidos
dentro de esa boca hambrienta
y sin dientes
tratando de tocarlos
con la lengua enferma entre labios resecos
y morados,
los mismos que poco probaron el seno de una mujer.

Y es que si pudiera hablar
diría que aprendió que su bulla
es igual al retozar de dos agujas
rozándose,
riendo,
sudando su sed
que desaparece
bebiendo del excremento seco en su piel
cuando el hielo lo roza
cae
destruye
y acaricia.

Y ha descubierto con paciencia
que lo llamo el hombre del hielo
ha descifrado en sus heridas
que habita dentro un ser
lleno de ojos
y manos amarillas
Manos que lo reinventan en cada línea de este poema
Sin saber como matarlo
Porque aún encuentran
Un poco de amor sobre el pasto seco y amarillo.


A Persignação

O pai estava perdido
num movimento da mão direita
que começava por sufocar a frente
e descia
levando a morte ao filho numa linha recta,
também cada sensação fabricada
para sobreviver.

O pai
estava ausente das mãos do filho
que o evocava
quando obrigado,
cruzava a alma
tentando alguma fé desesperada.

Então imaginava que deus era o seu pai

Sim,
devia ser um estranho deus
Assim explicava a sua ausência
E a devoção da sua mãe.

O filho cortou as mãos.
Envoltas em gelo
a ela as entregou
para que pudesse encontrar
a pele fervida da sua frente e morte no
peito
percorrendo a sua raiva e pele de mulher sexagenária
nas mesmas mãos que fez crescer rezando
para pagar a culpa da ausência.

A mãe aceitou as mãos do filho.
Semeou-as no seu jardim de mortos sem nome
esperando que delas crescesse
a raiva exacta
para matar o seu corpo
e inventá-lo no exílio.

Aprendeu a beber do gelo deslizado na sua pele áspera
também a defecar
entregando-se sobre o pasto amarelo
que o repudiava
e onde descobria o seu baptismo.

Só saberia levar os ruídos
dentro dessa boca faminta
e sem dentes
tocando-os
com a língua enferma entre lábios ressequidos
e amorados,
os mesmos que pouco provaram o seio de uma mulher.

E se pudesse falar
diria que aprendeu que a sua agitação
era igual ao jogo de duas agulhas
roçando-se,
rindo,
suando a sua sede
que desaparece
bebendo do excremento seco em sua pele
quando o gelo o roça
cai
destrói
e acaricia.

E descobriu com paciência
que lhe chamo o homem do gelo
decifrei nas suas feridas
que dentro habita um ser
cheio de olhos
e mãos amarelas
Mãos que o reinventam em cada linha deste poema
Sem saber como o matar
Porque ainda encontram
Um pouco de amor sobre o pasto seco e amarelo.